miércoles, 23 de septiembre de 2015






UN MOONRIVER EN PIANOS DE PAPEL


Hace ya algún tiempo que, una tarde, un amigo mío me habló de este agradable Café. Recuerdo que adornó tanto su emoción en el detalle, que no pasó ni una semana para que me dejara caer por allí una tarde. Una tarde en la que el parque se pavoneaba por tener sus parterres y pasillos, llenos de manchones verdes, pardos y amarillos.



Por el lado donde unos castaños competían con los espigados olmos, se había levantado un vientecillo que agitaba las hojas como si quisiera formar con ellas un redondo pelotón. De este Café de Zhivago me acuerdo también que aquel día hacía un poco de frío y que, a lo lejos, un perro ladraba por no callar el muy joío.

Al Café de Zhivago se entraba por una puerta pintada de verde con una aldaba en su centro que sonaba muy leve. En su cálido salón se acomodaban sus clientes junto a las mesas y veladores y, muy cerca de la barra que derrapaba a la derecha a causa de la ginebra, dos sofás enfrentados eran ocupados por gentes que discutían sin ponerse de acuerdo, de todas formas, como es la norma. Por la parte del centro, aparte de los instrumentos, había un castigado pero cuidado piano. Era el piano de Lady O´Callagham.

Al Café de Zhivago acudía gente de todo pelaje y condición, desde la Gran Marquesa de Culoplano, aficionada a los Marie Brizard con unas gotitas de azahar, hasta un jefe de pista de circo, un diseñador de gorras para la Renfe, y también un ilusionado y veterano escritor que nunca entregó sus escritos a su fallecido editor. Amén de impostores, funcionarios, meapilas y veterinarios, defraudadores, artistas, cirujanos y callistas, gentes con un buen pasar, manfloritas y otras hierbas del lugar, sin olvidar a esas histriónicas gentes de teatro a las que en casa siempre les espera un gato.

Conocí también a Zhivago, aunque eso fue unas semanas después. Al principio me pareció reservado e introvertido pero ahora somos buenos amigos. Él fue quien me puso por nombre Búho. Me dijo que por lo atento que me quedaba con los ojos en redondo cuando a alguien le adivinaba su ingenio o su pronto.

En fin, lo que sí me gustaría decirles es que todo lo que aquí puede leerse es una selección de relatos, más o menos disparatados, escritos por los mismos clientes, en las mesas y veladores del Café, unos casi siempre durante la tarde, y otros pensados y rematados después de caer la noche.

Bueno, pues ahora de mí sólo se me ocurre decirles que nací en una ciudad donde existen dos bahías, que te asomes por donde te asomes, te saludan cada día. Soy de un lugar donde el aire huele a pinares y a salitre de mares, con un puerto con sabor a brea, y una costanera de palmeras bajo las que la gente pasea, y en la balaustrada de ese Paseo, se entiende, me gusta hablar con mi gente, con la brisa marina acariciando mi pecho mientras unas olas blanquitas se asoman por el Estrecho.

También en los atardeceres, cuando el sol se empieza a esconder tras de la Mujer Muerta, agonizando ya septiembre, me gustaba, en el parque de los otoños, ver las hojas caer como notas de un Moonriver en pianos de papel.


Nota: A veces, si en estos vídeos se pone uno los cascos y amplia también la pantalla, se agradece.