sábado, 31 de octubre de 2015



CANCIÓN DE MADRUGADA

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Fue una noche en la que, sin saber el motivo, se encontraba especialmente solo escuchando una canción. Más o menos decía...

¡Desearía tanto que estuvieras aquí... ! Pero no porque distingas el infierno del paraíso, los cielos azules del dolor, los verdes campos del frío del acero o la suave sonrisa tras un tupido velo. 

Entonces se dio cuenta de que eso a él igual le daba.


Porque lo que sí desearía - se dijo - es que estuvieras aquí conmigo porque tú, más que nadie, sabes lo que aprecio la diferencia que hay entre ti y el más bonito de los valles, entre los de cualquier mujer y tus andares, y entre el rojo color de las cerezas y lo preciosa que te pones hasta cuando te desperezas.


viernes, 30 de octubre de 2015



EN UN AUTOBÚS DE LA EMT

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Una apacible tarde de otoño en que me estaba tomando una taza de café con Sara, me preguntó que qué había hecho por la mañana. Yo le dije que nada, que nada en especial, hasta que en seguida me acordé.

Bueno sí, más o menos a media mañana, estando en la parada del autobús, pensaba yo sobre cuánta gente, de la que veía pasar o estaban conmigo bajo la marquesina esperando el autobús, sería medianamente feliz.

Y en eso estaba cuando llegó el 27, se abrieron las puertas y entramos casi atropelladamente, sobre todo yo, pues siempre me gusta sentarme en ese asiento que llevan a contramarcha. Al verlo libre, di unas zancadas y me senté en él. 

Entonces, agazapado tras las gafas de sol, me puse a observar a la gente por tenerla de cara, aunque supongo que ellos harían lo mismo conmigo y a saber qué dirían. Los miraba como si tratara de adivinar lo que iban pensando. Pero el panorama era desolador. 

Mira, unas caras eran de preocupación, otras parecían como de malhumor, y las más miraban por la ventanilla pero sin ver, vamos, como si estuvieran en Babia. Por cierto, bella comarca de la provincia de León.

Bueno, pues todo transcurría así, hasta que de pronto sonó un móvil. Una chica muy joven, apenas tendría 17 años, abrió su bolso, miró la pantalla y de pronto se le iluminaron los ojos esbozando una amplia sonrisa que no pudo contener.

- Hola - dijo con esa dulzura con la que a veces algunas se expresan, sobre todo tú.
- Ya empezamos... Va, sigue.
 - ¿Cómo estás? - le preguntó ella.
- Deseando verte ¿sabes? Hoy te he abrazado al volver una esquina cuando vi que nadie miraba.
- Jajajaja, tonto...
- Es que no me he podido aguantar ¿sabes? ¿a ti no te pasa?
- Pues claro, pero yo no necesito que haya ninguna esquina ¡Jajajajaja!

Y de pronto a todos les cambió el semblante. Unos despertaron de su letargo, otros sonreían casi sin quererlo, pero todos aguzaron el oído. De modo que los que iban detrás inclinaban el cuerpo un poco pretendiendo escuchar más y mejor, y los que se sentaban delante, echaban la cabeza hacia atrás soltando sus grandes orejas de elefante, como pretendiendo enterarse de lo que se decían aquellos dichosos amantes.

- ¿Sabes?
- Dime - le decía ella con los ojos encendidos de ternura.
- Mañana cuando te vea, nada más bajarme del tren, seré el hombre más feliz de la tierra.
- ¡Qué cosas más bonitas dices...!
- Bueno, que me voy, que te tengo que dejar, que llego tarde. Adiós preciosa, hasta mañana, un beso.
- Un beso, ciao.

La chica cerró el móvil en el momento en que todos los cuerpos volvieron a su postura inicial, pero sin notarse ya una sola cara ni incluso un mohín de desagrado. Alguien carraspeó y movió la cabeza como si demostrara de esa forma lo mucho que la conversación le había gustado. Otro miró por la ventanilla viendo todo lo que miraba, y una abuelita, muy cerca de la chica se permitió hasta dar un suspirito.

- Hay que ver los años que hace ya de aquello - se dijo muy bajito para ella.

Entonces, Sara me preguntó que si desde donde yo estaba podía oír tan clara la voz del chico al otro lado del teléfono. Y yo le contesté que en absoluto, pero que me bastó con no perderme un solo detalle de los gestos tan bonitos que hacía la chica con su cara al hablar.

- Vamos, como si te estuviera mirando a ti.

Entonces Sara lo miró y le dijo

- ¿A que te como?

Y así transcurrió aquella tarde en que me imaginé que Sara era la chica del móvil y yo el que hablaba con ella.





jueves, 29 de octubre de 2015



LEYENDAS DE PASIÓN Y SU BANDA SONORA


Cuando el Coronel Ludlow, decepcionado por el comportamiento del ejército americano con la reserva india, se fue a vivir a un rancho solitario de las Montañas Rocosas, no imaginaba que su altiva y señorial mujer le diría que jamás la iban a enterrar allí, ni a ella ni a su charme y glamour, ni a su pintalabios. 

Así que una mañana, se despidió de sus hijos bajo la interesante pose pensativa de su marido y, tomando el portante, se marchó a la Costa Este, a beberse dos daiquiris con una guinda roja y otra verde.

Transcurrido el tiempo, sus tres hijos crecieron y un día, el menor de ellos, se presentó en casa con una inesperada novia. La muchacha, que era de natural agraciada, cimbreaba tanto sus pestañas al mirar que sus ojos parecían dar largas en una autopista de noche, niebla y soledad.

Pero héteme aquí que, cuando en esas estaban, estalla la PGM y el menor de los hermanos muere en combate, quedando el camino casi expedito para  que se quisieran ella y el mediano de los hermanos, habiendo estado tanto tiempo ese amor dormido y atado de pies y manos.

Bueno, pues siguieron pasando los días y Tristan decide recorrer el mundo para olvidarse de aquel amor que, arrepentido, creía que aún le pertenecía a su hermano. Entonces la muchacha al ver que su amor se marchaba de su lado, despechada - ¡Ay el despecho, cuánto paso en falso se dio en su nombre amparado! - se casa con el que menos le gustaba. Aunque más tarde, al ver que cuando el mediano regresa y se casa con la muchachita india del rancho, ya crecidita, no lo puede resistir y se descerraja en la cabeza un tiro... con lo que eso duele.



Me quedo con una palabra: Encanto, el primer encanto de un rostro, porque... ¿tienen todas las mujeres encanto? Indudablemente que sí. El problema surge cuando lo tienen para unas personas sí y para otras no, precisamente quizás para quien le gustaría que lo tuviese. 

También es de resaltar esa difícil situación del hombre cuando, de tres de ellos, ella nota que sí, que los tres estarían dispuestos a bajarle, si hiciera falta, la luna. Pues si es así, muchacho... ¡Huye, pírate, desaparece! porque seguro que le hará más caso escénico al que menos le guste y tú... bobalicón, jamás te vas a enterar. Mira que te lo he advertido, eh.

Para terminar me gustaría decir que, a veces, ocurre que la BSO de una película vale tanto como casi la peli entera. Desde luego, esta es una bellísima banda sonora ¿Que no estás de acuerdo? Bueno, tampoco a mí me gustó nunca tu cuñada y no te lo digo de esa forma tan descarada.




BALLET EN EL CAFÉ. LA DANZA DE LAS HORAS


Esta obra la escribió Ponchielli en un rasgo de inspiración, una tarde en que tocaba el piano sin mirar el reloj. Cuentan que, según componía, así fue imaginándolas todas, yéndosele además el tiempo sin siquiera sentirlo. Démosle pues, matrícula en imaginación.

¿Cuáles son las de vuestro mejor parecer? La de las nueve de la mañana o quizás las del atardecer? ¿O preferís como yo la que va por libre, la hora cero? Vosotras seguro que habéis elegido todas al minutero. 

Ponte los cascos, dale al volumen y abre la pantalla ¡Es espectacular!









I LOVE YOU JUST THE WAY YOU ARE
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A Lady O´Callaghan le gusta escuchar las cosas que junto al piano algunos le cuentan. Le agrada sentir cómo se sinceran con ella los que solitarios o atados de manos por la incomprensión, le hablan con tan infinita familiaridad.
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A Lady O´Callaghan le encanta el Café de Zhivago y cantar suave cuando la tarde se va, y por supuesto vibrar cuando alguna noche se reúnen todos alrededor del piano y cantan unidos, como aquella vez hicieron la noche en que tocó su primo.
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A Lady O´Callaghan le gusta la soledad a ratos. Vive sola en una casa grande y es en ella cuanto se transforma y mejor se inspira cantando su canción preferida, la que una vez compuso ensamblando trozos de conversación de todo lo que de él había escuchado.

Tumbada en el sofá o sentada junto al piano repinta el aire de recuerdos, de los recuerdos de aquel día en que, desmadejados por la madrugada, él le confesó que la quería exactamente como ella era.
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A Lady O´Callaghan le sienta muy bien ese pelo del color del cava cuando se pone a burbujear, sus ojos verdes como el de las esmeraldas en la mina y esa boca que esboza el encanto de la imperfección más seductora cuando sonríe, sueña o suspira.

A Lady O´Callaghan, cuando hasta por su mirada le salen las notas, hay que escucharla con atención porque es entonces cuando mejor suenan sus baladas. Y aún no llega al par de años cuando una noche camino de casa, él le dijo que…
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- Jamás intentes cambiar por hacerme sentir bien, Lady, porque yo ya me siento, ni te impongas una nueva moda, ni siquiera pienses en cambiarte el color de tus cabellos porque siempre serás mi pasión silenciosa aunque a veces no te lo parezca. Ni te esfuerces tampoco en que debamos tener una conversación profunda o inteligente porque, lo que yo deseo es hablar contigo ¿o es que te lo tengo que decir de nuevo? Te quiero exactamente como tú eres.





miércoles, 28 de octubre de 2015



NOTICIAS DEL CAFÉ DE ZHIVAGO

El otro día, a hora muy temprana y como consecuencia del incumplimiento de una norma, aunque no escrita del Café, hubo de llamarse al servicio de seguridad para que desalojase a un cliente que tuvo el cuajo y la desfachatez de ponerse a darle al dedito como un descosido, mandando el fluir de la conversación al mismo sitio de siempre.

Personado en el salón un miembro del mencionado servicio, procedió a coger al infractor de la parte posterior del cuello de la camisa, y con la otra mano del fondillo de los pantalones, para hacerle la llamada "Carrera del Señorito" acompañándolo por unos instantes para luego tratar de soltarlo, por una pendiente que hay por aquí cerca, muy parecida a la del Recinto.



Pero carrera que no llegó a llevarse a cabo por mostrar el cliente un súbito arrepentimiento, y asegurarnos que fue sólo un momento incontrolado de enajenación.

Aceptadas sus disculpas, todo quedó en una pequeña anécdota. Por lo cual se le volvió a servir una taza de café bien caliente, por estar el anterior ya frío, así como una generosa y crujiente ración de churritos recién hechos.

Y ahora, un poco de música, que aunque no todo van a ser prohibiciones, si vienen mejor unas conversaciones y si se está solo... meditaciones. Como ésta.




  


EL SÍNDROME DE STENDHAL O LA LÁGRIMA QUE SE ESCAPA 


Fue una psiquiatra italiana quien, sobre 1980, calificó las reacciones que muchos turistas tenían en su visita a Florencia, como síndrome de Stendhal. Los síntomas de este síndrome se caracterizaban por un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, depresiones e incluso alucinaciones, ante tanta belleza desparramada por la ciudad. 

Y como lo que ocurre... está pasando, no seré yo quien diga que me pueda parecer exagerado. Sin embargo, cabe hacerse una pregunta:

¿A nadie le pasó estar a punto de llorar o incluso hacerlo ante una música que os pareció no bonita sino sublime, bellísima?

Entonces es cuando te das cuenta de que, en ese momento, no puede existir nada más bello. Es por eso que te viene esa sensación de apreciar tanto la belleza pero mezclada, además, con una leve desazón o reparadora tristeza que, digo yo, quizás sea eso lo que haga escapar alguna lágrima.

Naturalmente, me voy a referir ahora a una composición musical, la compuesta por Ennio Morricone y, también, a la interpretación que de ella hace Vicente Fernández Martínez con su maravilloso oboe. De verdad, de verdad, que es para quitarse el sombrero, incluso si aún no los hubieran inventado.

Para terminar, no dejen de reparar en su compañera, la que lleva gafas y una bandana rosa en el cuello pues, a pesar de que ya debe estar curtida en este tipo de situaciones, hace verdaderos esfuerzos para que no se le escape esa lágrima.




lunes, 26 de octubre de 2015





EL SWING

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Como bien dijo mi admirado Manuel Vicent, en un artículo que le leí hace ya unos años en esa página del País desde la que decía fino la domenica prossima, el swing no es solamente algo relacionado con la música o el golf.

Efectivamente, cuánta razón tienes, Manuel, pues, contra lo que mucha gente cree, el swing no es solamente esa forma de interpretar la música ajustándose a un estilo de jazz, ni tampoco ese movimiento lleno de arte, dificultad y embrujo, al decir de algunos, que hace que la pelota, al ser atacada, haga que la figura del golfista quede, tras el golpeo, tan armoniosamente descompensada.

El swing, damas y caballeros, es mucho más que eso, porque la persona que tiene swing, es porque la eligieron los dioses. Porque el swing es también un modo de sonreír, de anudarse una corbata, de cruzarse mi prima Carlota de piernas o, a la vez, de sostener una copa en la mano, de envolverse en un fular, o de contar algo ingenioso y disparatado que haga que las damas de antes dejen el punto a un lado para ponerse a escuchar.

El swing es el estilo, la clase, el susurro, la sencillez, no el boato, nunca los gritos ni los aspavientos, es la discreción, el saber estar, las buenas maneras y jamás el cabreo ni los cotilleos. El swing es escuchar con la mejor de las atenciones, sentarse en un sofá con los dos pies en el suelo, si acaso uno de balanceo, pero en ningún caso colocado sirviendo de base al placentero perineo.

El swing es el revuelo que imprime el viento a tu falda o el modo en que te la recoges cuando bailas. Un adiós, un encuentro y tu seductora mirada. El swing... yo diría que es también hacer agradable la vida a tu entorno sin que mucho se note y, desde luego, hacerte feliz aunque esta vez me importe muy poco el que meze note.




viernes, 23 de octubre de 2015



EL BESO BAJO LA ACACIA

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Esa tarde, la ciudad se desperezaba estirando sus calles y plazas con el mismo placer con que se estiran las adolescentes en sus camas, plenas de felicidad y de calma.

Encaramada hasta la cota más alta de su Monte Hacho por un lado y desde la Posición A por el otro, la ciudad miraba vigilante hacia El Estrecho por si le veía venir. Y aunque oficialmente faltaban dos o tres días, se presentía que estaba al caer.

A lo lejos, un debilitado y apagado sonido anunciaba la aparición de la primera tormenta ¿Se habrá adelantado? Y es que cada vez se acrecentaba más su presencia por el bramido de aquellos truenos mientras la atmósfera, en la ciudad, se perfumaba como si fuera la hija del viento y el mar.



Sí, sin duda que era él, era… ¡El otoño! Esa estación de hojas, sentimientos, y palabras rotas de poetas que se presenta de repente llamando a las puertas sin pedir permiso ni falta que hace. Segundos después y como si alguien las hubiera colgado del cielo, unas nubes negras pendían temblorosas y amenazantes sobre el centro de la ciudad, porfiando insistentes contra la fuerza del levante o la brisa del poniente. 

En una de ellas, inflada como un globo a punto de explotar, dos gotas de agua conversaban con la tranquilidad que da la ignorancia.

- ¿Sabes que estoy muy pero que muy nerviosa? Es que es mi primer salto ¿sabes? – le decía a su compañera pues ninguna de las dos se acordaba de que ya habían saltado antes.
- Pues el mío también es el primero – le dijo la otra que entre inocentes andaba el juego.

Y de pronto, abriéndose aquella negra y voluminosa nube como si alguien la hubiera rajado con un cuchillo cebollero, millones de gotas reventaron en un orgasmo placentero, lloviendo a cántaros sobre la ciudad y el puerto entero.

Cada una de las gotas se fue hacia donde el capricho del viento quiso llevarlas pero, casualidades de la vida, las “nuestras”, las que conversaban con tan ingenua inocencia, fueron a posarse juntas sobre la copa de una de las acacias de la Plaza Ruiz, exactamente sobre la que estaba más cercana a las escaleras que bajaban hacia Los Agustinos.

Caía un fuerte chaparrón sobre la plaza mientras el desguarnecido tronco de la acacia, donde en una de sus hojas pendían las gotas, se estremecía de frío dando continuos espasmos.

Más arriba en la calle Real, una muchacha y un muchacho salían de los soportales de La Esmeralda, desafiando a la lluvia con un pequeño paraguas. Caminaban muy juntos y abrazados más que nada para no mojarse.




De pronto se pararon y ella le dijo:

- ¿Sabes? Me siento muy bien. Y es que hacía tanto tiempo que así no me abrazabas - le dijo Sara.
- Pues... desde la última vez que llovió ¿no?
- Va, Carlos, que te estoy hablando en serio.
- Eso ya sabes la razón, Sara, que me da apuro, por mi timidez, y además que nos pueden ver.
- Carlos... por favor, de verdad.
- Bueno, pues porque está lloviendo y no quiero que te mojes, no te me vayas a encoger más.
- ¡Pero qué puñetero eres!

Giraron hacia la Plaza Ruiz donde el busto del teniente de ciegas pupilas blancas, si hubiera podido hablar, les hubiese pedido una manta.

Continuaron bajando escalones y, cuando llegaron al piso de abajo, se había desatado ya el diluvio, tanto que fueron a cobijarse bajo la acacia ésa que estaba más cerca de Los Agustinos. Sara apretó su cuerpo contra el de Carlos como si quisiera hundirse en él y robarle todo su calor. Gesto que fue suficiente para que la acacia se enredara en ese soplo que le llegó caliente, agradeciendo la ternura de aquel abrazo imponente.

Fue entonces cuando, inconscientemente, la acacia movió sus hojas y el par de gotas perdió el equilibrio y fueron a caer entre los labios de Carlos y Sara, que a pesar de lo mucho que llovía, vamos, como para salir de allí en piragua, hacía ya segundos que habían dejado el paraguas, besándose como en un final de pelis antiguas.






jueves, 22 de octubre de 2015



LA FAMILIA SANTAMARTA

PRIMERA PARTE


Era una mañana tibia primavera de hace ya algunos años cuando, frente a la balaustrada del Paseo de las Palmeras, el mar se pintaba los ojos de verde y el ombligo de azul, mientras unas gaviotas gritonas volaban hacia Benzú.

Pero era también una mañana como las de todos los días en la que, ofreciendo sus turgentes lindezas al sol, completa y eternamente desnuda, la Mujer Muerta trataba de averiguar, con el rabillo del ojo, si de verdad el Monte Hacho la estaba observando, como también ella lo hacía aunque fuera de vez en cuando. 

Pues bien, pasaba ya la media mañana cuando una muchacha limpiaba los cristales de un piso en un edificio de La Marina, con medio cuerpo fuera, entonando unas bulerías con mucho compás.

- ¡Ayeeeeeer, cuando amaneció, una mariposa blanca de un lirio se enamoróooooo...



- Manuela, ya te he dicho más de una vez que no quiero que cantes esa clase de canciones y menos aún con la Semana Santa encima.
Perdone señora, pero es que se me va el sentir así por la boca… como una, como una… ¿sabe usted? y ya no me puedo parar, vamos, que no me doy ni cuenta.
- Pues a ver si no se te va tanto, tanto… y estás más en lo que tienes que estar – le dijo Cecilia Santamarta mientras se arreglaba para dar un paseo con una amiga. 

Y es que Cecilia Santamarta era muy clara en sus convicciones. De buena estatura, elegante y bien constituida, la que algunas personas llamaban la boticaria por ser la mujer de D. Germán Santamarta, el boticario – así se estrujaban las meninges aquellas personas - era un ejemplo de rectitud y saber estar.

Quizás eso mismo debía pensar Javier de las Casas, profesor de historia, saboreando un vermuth desde una de las ventanas del Centro de Hijos de Ceuta, viéndola cruzar por el Revellín con esa elegancia de la que sólo algunas mujeres suelen dejar  constancia.  

Paseando al lado de su amiga, Cecilia Santamarta reía con discreción pero echando de vez en cuando hacia atrás su melena desmadejada, como si fuera una preciosa cascada. 

Fue el momento en que Javier de las Casas apurando su copa, quiso bajar las escalerillas de esa puerta lateral que tenía el Centro de Hijos de Ceuta y que daba a La Marina, como si fuese un secreto pasadizo con el que poder cruzarse con ella haciéndose el encontradizo. Pero esta vez, viniéndole la duda, lo pensó mejor y como no se atrevía, no bajó.

Minutos más tarde, Cecilia y su amiga pasaban ante la puerta central del santuario, donde el Padre Tomás de la Fiore se acercaba a cumplimentarlas con un saludo cercano y a la vez reverencial.

El Padre de la Fiore, jesuita de ascendencia toscana, era desde hacía ya unos meses el párroco del Santuario y a la vez confesor de Cecilia Santamarta, sustituyendo a D. Bernabé Perpén que había sido llamado a Roma para consulta. Cecilia Santamarta sentía un gran aprecio por el Padre Tomás por haberle ayudado en esos momentos que siempre se tienen de debilidad cristiana. Siguieron paseando y, al volver por la calle Real, se llegaron hasta el Vicentino donde la esperaba, sentado junto a una mesa de fuera, su marido.

A la tarde, asomada al balcón junto a su hija Cécil ambas charlaban.

¿Qué tal llevas las clases?
Como siempre, mamá, como casi todos los días.
- ¿Entonces nada interesante? – era la forma que tenía ella de preguntar a su hija lo que deseaba saber sin hacerlo directamente.
Bueno, salvo la clase de historia, por lo demás...
- ¿Y por qué sólo la de historia?
- Pues porque D. Javier se supera cada día, mamá, la hace muy amena… la explica de forma diferente, vamos, como si no fuese una asignatura. Además nos parece a casi todas un hombre tan interesante…
- ¿Pero qué estás diciendo, Cécil? que es vuestro profesor, hija.
- Pues por eso mismo, Mamá - y se echó a reír - lástima que sólo lo tengamos dos veces por semana, allí vamos todas locas con él.
- Cécil... - Movió la cabeza de un lado a otro como reprendiéndola pero sin olvidar el último verano cuando se topó con él, en la playa Benítez, con el torso moreno de sol y aquella radiante sonrisa.

El Padre Tomás de la Fiore gozaba de tal predicamento entre su feligresía, que rara era la tarde en que la iglesia no se ponía de bote en bote para escuchar su homilía. Por eso cuando se encaminaba hacia el púlpito por medio de ese caracol que a su cima llevaba, más de una de las allí congregadas le miraban como si se les cayera la baba.

Y es que el Padre de la Fiore, cuando recibía en confesión, la cola era la del Cine Apolo en un día de estreno y peli en technicolor. Entonces las feligresas, tras la discreta celosía, contritas y emocionadas escuchando su grata palabra, parecía que todas estuvieran entre jazmines pelando allí mismo la pava.

Mucho más arriba de la ciudad, en el Casino Militar, en el salón que era sólo para hombres, Germán Santamarta y Javier de las Casas echaban una partida de ajedrez, mientras el olor de los puros habanos se columpiaba entre los suaves ronquidos de un hombre grandón, catedrático de Matemáticas en el instituto, que gustaba de echarse un sueñecito por el silencio que allí imperaba.

¿De modo que se me enroca usted, amigo de las Casas?
Pues sí, es la única forma que se me ocurre para frenar su ataque.
No será para tanto, no será para tanto… que menuda me tendrá usted preparada. Por cierto… ¿qué tal lleva mi hija la asignatura?
- Pues las últimas noticias dicen que la cosa pinta muy bien, además Cécil parece una muchacha muy inteligente.
Claro, tiene a quien parecerse.
Caramba, D. Germán, no sabía yo que fuera usted tan…
Calle, calle – le espetó sin dejarle terminar su frase – no lo digo por mí, lo digo por su madre. Usted porque no la conoce pero es su viva estampa. Desde luego tengo que reconocer que es una chiquilla muy despierta y además con bastante carácter, como su madre, vamos, no le digo más.

Había llegado el atardecer y la ciudad, ahora muy sosegada, parecía respirar el cansancio acumulado durante toda la jornada. Algunos barcos de pesca entraban en el muelle de comercio justo cuando las luces comenzaban a encenderse. 

Más lejos de allí en esa playa de Benzú, aprovechando la maravillosa penumbra que comenzaba a brindarle la caída de la tarde, unos papás se enmarañaban en sutiles caricias y besos calientes, abrazados bajo el sol poniente.

Al día siguiente por la tarde, cuando la campana del Santuario avisaba a las feligresas llevando todas en su bolso el santo rosario, por un lateral de la nave Cecilia Santamarta se dirigía a su confesor que, tras la celosía, leía su breviario bajo la lamparilla.

- ¿Y eso cuántas veces, hija?
- Varias, Padre, varias, pero no sabría decirle exactamente cuantas.
- Bueno, de todas formas eso es algo que no tendría mayor importancia si aún podemos llegar a tiempo, porque eso es así ¿verdad, hija?
 -    Pues con la mayor sinceridad, padre, tampoco sabría decirle... no estoy muy segura.  

Y en ese momento el corazón empezó a darle pequeños espasmos por ser la primera vez que hablando de él, no sólo frente al espejo, lo hacía con otra persona, nada menos que con el Padre Tomás de la Fiore, su confesor ¡que era también un hombre! Pero eso sí, ella jamás le dijo su nombre.

- En todas estas cuestiones, hija, no ha de dejar usted de tener su mesura para evitar así la tentación, que no habría de ser un problema al ser usted persona de honda formación.

En el recoleto silencio del templo, la voz del Padre de la Fiore le sonaba cálida y olorosa como si al hablarle al oído no hubiera entre ellos ni celosía ni ninguna otra cosa.

- Vete en paz – Dijo solemnemente Tomás de la Fiore mientras levantaba con teatralidad su mano puesta de canto.

Minutos después, por la acera de enfrente al Paseo de las Palmeras, Cecilia Santamarta tomaba el camino de casa pero decidiendo antes ir por el Revellín, para después bajar por la empinada cuesta de Las Monjas. Según caminaba, no dejaba de pensar en su confesión pues creía que se había excedido en su confidencia sintiéndose de nuevo insegura por haber desvelado sus intimidades con escasa prudencia. Al pasar por el Casino Militar cuando había decidido no pensar más en ello, mira por donde, vio a Germán y a Javier los dos muy serios, pensando concentrados encima del tablero.

- Jaque de nuevo, D. Germán.
- Caramba, de las Casas, vaya asedio al que me tiene usted sometido ¡Pero si mi majestad ya no sabe por donde tirar…!   


SEGUNDA PARTE


Al día siguiente, con la persistente brisa marina que del Estrecho venía, quedaron los muelles tan limpios que los cientos de metros de su espumoso malecón, parecía que lo hubiesen lavado con agua y jabón.

Caminando con cierta premura y balanceando a la vez su cartera de mano, donde llevaba las pequeñas notas de sus explicaciones, Javier de las Casas subía con rapidez hacia el Instituto porque ya se le hacía tarde. Al llegar, unos alumnos se apoyaban en el muro mientras otros, haciendo corro, conversaban en voz alta gesticulando y riendo estrepitosamente. Nada más subir el último tramo de escaleras, distinguió la figura de Cécil Santamarta que, en medio del corro, hablaba con sus compañeros echándose la melena atrás con mucho desparpajo y no poca desenvoltura.

Por la parte del Paseo de las Palmeras, más cercana al Santuario, el Padre Tomás de la Fiore se asomaba a la balaustrada con la mirada vaga sin nada que observar pero con la mente ocupada en algo que le intranquilizaba. Y es que de la Fiore tenía tal poder de convicción, que pocas eran las personas que habían escapado a la eficacia de sus recomendaciones. Por eso temía que la Sra. Santamarta pudiera ser la primera.

-  Vamos a ver, Tomás – decía para sí como aconsejándose – no has de caer en la precipitación, deja que la venza el tiempo, que venga a ti, arrepentida, sumisa y desposeída de todo vestigio de razón.

Hasta que al día siguiente, por la tarde, vio entrar a Cecilia en la iglesia nada más acabarse uno de los oficios. Entonces, al dirigirse ella hacia la pila del agua bendita que cual remanso de recogimiento y paz lucía muy quieta en la mediana oscuridad, surgió en la sombra una mano que, tras mojar tres dedos, el índice, medio y anular, se los ofreció para que tomando tan sólo unas gotas ella se pudiera santiguar. Naturalmente era la mano de Javier de las Casas que, con atrevimiento y osadía, le puso el corazón en un puño acelerando sus latidos tanto, que para disimular la emoción se giró y se sentó en un banco.

Desde el confesionario en donde se acababa de sentar, y ausente por unos instantes de sus deberes de administrar la penitencia, Tomás de la Fiore observaba la escena viendo como Cecilia se arrodillaba poniendo luego entre sus manos su atribulado y pálido rostro. Un repetido movimiento de hombros que su nerviosismo acrecentó, hizo pensar a de la Fiore que aquello iba de mal en peor. Y es que este tipo de asuntos – pensaba - hay que prenderlos en su momento porque luego se envenenan y entonces no tiene remedio.

- ¿Pero cómo sabría que hoy venía yo a la iglesia? –  se preguntaba tratando de tranquilizarse - ¿me habrá seguido? ¿pero es que hasta ese tipo de cuidados llega su atrevimiento?

Fuera, la temperatura era muy agradable y un cálido vientecillo se hacía notar agradeciendo su bondad justo cuando Javier de las Casas, ya fuera de la iglesia, fue alcanzado por alguien que inmediatamente se puso a su altura yendo a su paso.

Buenas tardes, D. Javier.
- ¡Hola Cécil! ¡Pero qué sorpresa! ¿cómo te va?
- Bien… muy bien.
- ¿Y esa Historia? ¿cómo la llevas?
- Creo que bastante bien ¿no? Aunque me parece que estoy estudiando demasiado.
- ¿Pero cómo es eso, mujer?

A Cécil le hizo gracia que la llamara así, pero en cualquier caso no le desagradó.

- Pues porque me parece que me lo estoy tomando todo demasiado a pecho, y además como salgo tan poco…
- ¿Y eso a tu edad cómo se explica?
- Pues no lo sé, quizás porque no me divierto tanto como debiera.
- Ah, pues eso hay que solucionarlo inmediatamente, yo a tu edad me lo pasaba pero que muy bien.
- ¿Y ahora?

Pero ya no respondió porque justo cuando pasaban por el Casino Militar, Germán Santamarta se despedía de unos amigos y los vio llegar…

¡Pero si es mi hija y nada menos que con su profesor de historia…!
Hombre, D. Germán ¿qué tal?
Hola, de las Casas.
Hola, papá.
- Hola, hijita.
¿Vas para casa? Yo me quedaré un ratito aún.
- Sí, ya me voy, pero no tardes, eh – le dijo recriminándole cómicamente con el dedo.
Hasta luego, hija. Y usted, Javier ¿no se toma un café o una copa?
Una copa estará bien.

Eran casi las nueve cuando Cecilia Santamarta no daba crédito a sus ojos, desde la acera de enfrente, sentados en aquellos sillones de cuero, charlando el uno con el otro como si no hubiera pasado nada. Uno, claro está, por desconocimiento, pero ¿y el otro? ¿es que acaso podía el descaro y la desfachatez ir en tan poco tiempo de la mano? Pero ¿y ella? pues aunque transida por haberse visto obligada a ser protagonista de una situación que no provocó ¿o sí? no acababa de arrepentirse por ser más fuertes sus nuevas emociones que lo que Tomás de la Fiore le aconsejó tras aquellas recomendaciones.

Al anochecer, cuando la Mujer Muerta y el Monte Hacho plácidamente dormían por tener sus conciencias tan leales, limpias y tranquilas, Javier de las Casas se fumaba un cigarrillo dirigiendo su mirada desde el balcón a un velero y a buena parte del puerto, mientras Cecilia dormía en su lecho con los ojos abiertos.

Dispuesta a poner fin a lo que sólo le iba a traer preocupaciones, Cecilia Santamarta se empeñó en pergeñar una estrategia para que el incidente del agua bendita no volviera a ocurrir. Así que partiendo de que todo este asunto habría de resolverlo ella sola por mucho que hasta ahora hubiera seguido los consejos de Tomás de la Fiore, se puso manos a la obra pero albergando todavía la duda de si sería capaz, porque no llegaba a comprender que, conociéndolo tan poco y tratándolo todavía menos, aquel hombre la hubiera podido desestabilizar de aquella manera.

- A veces parece que tenga la edad de mi hija – se recriminó otra noche, de madrugada y en voz muy baja, entre ronquido y ronquido de su bienamado marido.

Hasta que una mañana de domingo se le presentó la ocasión al estar los hados de su parte por coincidir con él muy cerca del Cine Cervantes.

- Hombre, de las Casas ¿qué tal? le presento a mi mujer. mira, Cecilia, aquí tienes al profesor de nuestra hija.
Señora… - se inclinó muy levemente.
Encantada - bajó Cecilia los ojos al sentir como él le apretaba la mano.
En este momento íbamos a tomar el aperitivo, así que si quiere acompañarnos… - le dijo amablemente Germán ante la perplejidad de Cecilia que no daba crédito a lo que oía.
Con mucho gusto, será un placer para mí.

Pues dicho y hecho, Javier se colocó al otro lado de Cecilia y los tres juntos cruzaron de acera encaminándose hacia La Campana donde se sentaron en una de las mesitas de fuera.

Y así estaban las cosas cuando la Sra. Santamarta comenzó a sentir sobre su pecho una mezcla de desamparo y ansiedad por no saber embridar aquella situación que de tan sopetón se le había presentado, sobre todo cuando a los quince minutos su marido se excusó para regar unos cuantos rododendros que había por allí dentro. Y es que la próstata es una cosa muy mala, sobre todo si viene ella de cerveza acompañada.

A esa hora y una vez cumplidas las obligaciones de su ministerio, tomando la balaustrada de la costanera, el Padre Tomás de la Fiore ya no la dejó hasta dar la vuelta a la ciudad y regresar después bajando por la calle Real.

De la Fiore cuando paseaba lo hacía con tal solvencia y majestad que parecía que le viniesen pequeñas sus tareas en esa preciosa ciudad. A Tomás de la Fiore – según supo D. Germán por una elevada confidencia – le truncaron su brillante carrera por tiempo indefinido, hasta que se olvidase por completo un más que lamentable y oscuro malentendido, ocurrido en la ciudad de Santander, estando una feligresa en la sacristía con él, bastante tiempo después de que dieran las diez.

También en esa mañana de domingo, Cécil Santamarta al piano con la ventana abierta a la claridad del día  tocaba una cosa de Chopin con temprana melancolía.



Cécil era la Cecilia que sí pudo acabar piano porque tuvo una madre que se empeñó, como no hizo su abuela para que su hija encauzara tan reconfortante carrera. Cécil Santamarta tenía adoración por su padre y a veces hasta por su madre cuando la dejaba tranquila y no le daba esa continua brasa de deberes y disciplina.

Pues bien, era ya más de media mañana cuando se echó a la calle con unas amigas que habían ido a por ella para ir primero a misa y luego pegarse una vuelta.

Mientras, en esa mesa de La Campana y temiendo que empezara a hablarle nada más ausentarse su marido, Cecilia Santamarta no sabía de qué lado ponerse sin embargo, pasados ya diez minutos, Javier de las Casas no es que no hubiera abierto la boca, es que ni siquiera se le notó un ademán, ni un gesto, ni una furtiva mirada o una honda respiración. Hasta que de pronto…

¿Pero donde se habrá metido D. Germán? ¿Sabe usted donde ha ido su marido?
Oiga Javier – intentó ella cortar por lo sano – vamos a dejarnos ya de enredos de una vez pues esto, desde ahora mismo, tiene que acabar.
Pues es una lástima que tenga que ser precisamente hoy – se giró para mirarla muy fijamente.
Nada tiene que ver el que tenga que ser hoy – respondió casi con aspereza sosteniéndole la mirada - lo que sí le digo encarecidamente es que no vuelva a repetirse lo del otro día.
- He de decirle que sí tiene que ver con hoy pues esta mañana, no ha venido usted muy guapa...

Y cuando al oír esa media frase sintió ella tal desagrado que le fue imposible disimularlo, Javier de las Casas terminó la frase.

-… sino que ha venido sublime, Cecilia.

Fue entonces el instante en que Germán Santamarta salió un segundo para antes de volver a entrar decir

- Estoy saludando a unos amigos, disculpadme, enseguida estoy con vosotros.

Pero Cecilia ya no sabía qué hacer. Era la primera vez que le oía pronunciar su nombre ¡pero qué bien le sonó en su boca! tanto que ni siquiera oyó la disculpa de su marido. Y es que nunca antes nadie, pero absolutamente nadie, le había dicho que estaba… ¡sublime! Pero como él seguía mirándola de aquella forma, Cecilia sólo pudo hacer otra cosa que olvidar su firme resolución y mirarle entonces con ese atractivo del que ella era una firme practicante.

Cada vez quedaba menos, apenas una veintena de metros, para que Tomás de la Fiore, regresando de su paseo estuviese a punto de pasar por la acera de La Campana, donde en una de sus mesitas y otra vez sin apenas hablarse,  Cecilia y Javier se miraban como si se adivinaran. Pasó ante ellos con estupor pero preguntándose que qué caramba hacía ella allí, sin su marido, sentada a solas con ese insolente individuo y en actitud tan poco edificante, tanto que ni reparaban en nadie de los que por allí pasaban o entraban.

¡Hola, Mamá!
¡Hola D. Javieeeeeeeer!

Era Cécil y sus amigas que coreaban el saludo a su profesor.

¡Pero qué muchachitas más guapas tenemos aquí – era Germán que acababa de salir regresando a la mesa - A ver ¿Qué os apetece tomar?
Nada, gracias papá, no te preocupes, otro día será que hoy tenemos prisa.
Bueno, pues como queráis, adiós, adiós a todas ¡qué chiquillas! – dijo volviéndose a su mujer y a Javier.


TERCERA PARTE


En el saloncito desde donde escuchaba a su hija tocar, por estar abiertas las puertas de par en par, Germán Santamarta dejó a un lado el periódico que leía y le habló a su mujer.

- ¿Has notado tú también el cambio que ha dado Cécil en estos últimos días?
-  ¿A qué te refieres?
-  No sé, la veo cambiada…
- Eso ya lo has dicho, lo que quiero saber es cómo aprecias tú ese cambio.
- Esto… quiero decir cambiada pero… a mejor, se la ve más alegre, más predispuesta, sale con más frecuencia a la calle y ya no estudia tanto.
- ¿Y a estudiar menos le llamas tú un cambio a mejor, Germán? ¿Pero a ti qué te pasa? Desde luego…
- Mujer, lo que quiero decir que ya no se encierra tanto en casa, que sale que… ¿no crees? – y como el piano dejó de sonar, aguzó el oído y… - ¿ves? ya se prepara para salir otra vez ¿no se nos habrá enamorado, Cecilia?
- No digas cosas raras, Germán, además ya sabes que no me agradan nada ese tipo de conversaciones.
- ¿Pero a enamorarse le llamas tú ese tipo de conversaciones? Mujer, pero si es lo más natural del mundo y más en estas edades… Bueno, bueno, retiro lo dicho, por cierto ¿cuándo es el viaje?
- Pero vamos a ver, Germán ¿es que te has propuesto darme la tarde?
-  De verdad que no sabía que esto también te molestaba.
- El lunes que viene ¡pero si ya lo sabes! - le dijo a regañadientes porque tampoco era esa una conversación con la que disfrutara especialmente.
-  Mujer… te aseguro que no lo recordaba.

En ese momento, desde la puerta del saloncito, Cécil hizo un gesto con la mano y se despidió.

Hasta luego.
Hasta luego, hija.
¿Pero adonde vas ahora?
Pues por ahí, mamá, a darme una vuelta.
Está bien, pero no vuelvas tarde.
-  Vaaaaaale… - y cerrando la puerta, salió de estampida.

Se le hacía tarde, eran ya casi las ocho y media y Cécil, según bajaba, notaba que el corazón le latía de forma diferente y es que… ¡había quedado con él! En un lugar no muy concurrido porque así les pareció oportuno, caminaba saboreando lo que se siente al quedar con alguien por primera vez, con ese alguien que te resulta tan especial por no poder sujetar muy bien el ímpetu de tus emociones.




Bueno, pues cuando llegó el día de la partida de Cécil, estando los tres cerca de la pasarela por donde entraban los viajeros al barco, apareció de pronto Javier de las Casas que había sido nombrado jefe de la expedición de aquel viaje.

- Hola, buenos días ¿pero es que también vienen ustedes? – les dijo el profesor con su poquito de sorna.
- ¡Qué más quisiera yo, amigo Javier! – y entonces aprovechó para acercarse y decirle – supongo que no es necesario que le diga que me la cuide como si fuera su propia hija ¿verdad?
- Descuiden, eso no hay ni que dudarlo, así que estén ustedes tranquilos. Bueno que el barco ya va a zarpar. Adiós Germán, adiós Cecilia.
- Adiós – le dijo ella con fingida naturalidad.
- Buen viaje Javier, que os vaya muy bien.

Cuando el barco desapareció por la bocana y volvían a casa en el coche, no podía decirse quien estaba de peor humor, si él por separarse de su hija o si Cecilia porque siempre tenía que mirar un poco más allá sin poderlo remediar. Entonces, al percatarse Germán de la cara de Cecilia…

Mujer, que son sólo siete días y medio.
- Pues para no estar preocupado los has contado muy bien.

Esa misma tarde, Tomás de la Fiore, al salir de la sacristía, no salía de su asombro viendo cómo en uno de los confesionarios, la Sra. Santamarta acercaba su figura a la celosía de los secretos, confiándose a los consejos que le daba un sacerdote inexperto. Eso pensó nada más verla, así que esperó a un lado discretamente apartado, y cuando Cecilia ocupó uno de los bancos, contrita y genuflexa para cumplir con la penitencia impuesta, Tomás de la Fiore no tuvo otra cosa que hacer que arrodillarse a su lado para, entre susurros y con evidente seguridad, decirle bajando la voz.


No es esa la forma de proceder, hija mía.

Entonces al sentirlo a su lado, exclamó

¡Pero Padre…!
- Mire, hija, he venido a decirle que la espero aquí mañana a esta misma hora pues, en su estado actual, le vendrá bien que tengamos unas apaciguadoras palabras y, por favor, acuda a esta cita, haga lo necesario por venir.    

Camino de casa, Cecilia Santamaría hubiera sido incapaz de calcular ni someramente los esfuerzos que en ese momento hacía para no perder la compostura, tal había sido el malestar que le produjeron las las palabras de de la Fiore tomándose aquellas atribuciones. Entonces, caminando cada vez más deprisa, como si le hubieran dado de pronto cuerda, acertó a decir.

Pues está listo si cree que voy a acudir. Sólo faltaba eso.

Efectivamente, a la tarde siguiente no acudió. Y no acudió no solamente por lo ya expuesto sino que además, el día de la partida de Rosa y como, según ella, dejaba su habitación manga por hombro, al entrar a ordenarla vio sobre la mesita una pequeña libreta donde se leía de su puño y letra: Mi Diario. 

Lo cerró de golpe como si fuera a matar una mosca y con aquella libreta entre sus manos se estremeció. Instantes después dejaba el diario en uno de los cajones de la mesita pero sin resistirse a cavilar porque… ¿qué hacer? Por un momento quiso ser práctica y leerlo, pero en seguida se echó atrás pues eso no estaba ni medianamente bien y además su hija nunca se lo perdonaría. Y en eso estaba cuando sonó el teléfono. Era Germán.

- Oye, que no me esperes a comer hoy, que se me olvidó decirte que había quedado con Ramiro. Lo siento.
- No te preocupes, además me viene bien pues aún no he preparado nada. Adiós, que os divirtáis.

Pero en seguida su cabeza volvió a girar sobre el dichoso diario. Y es que ella lo había guardado en un cajón que a lo mejor no era su sitio, pero lo que tampoco quería hacer es dejarlo donde lo había encontrado pues ¿quién le decía a ella que Cécil, después de una semana de viaje, se iba a acordar si lo dejó fuera o lo guardó en su sitio? Y si era esto último ¿en cual? Cosa que le molestó en grado sumo porque tampoco las relaciones con su hija pasaban por un momento excelente y si su hija no encontraba el diario donde debía estar, es porque alguien lo había sacado de su lugar. Así que optó por volver al principio, lo sacó del cajón y volvió a dejarlo sobre la mesita, exactamente como se lo encontró.

Cuando la luz de la tarde dejaba sobre los edificios de La Marina un agradable clima de sosiego y bondad, Cecilia Santamarta, recién salida de la ducha y embutida en su esponjoso albornoz, se sentó junto a su escritorio mirando al Estrecho pensativa mientras se fumaba un cigarrillo. Justo al momento volvió a sentir esa extraña sensación que sufría desde hacía un par de días. Una sensación que oscilaba entre la apacible monotonía de su relación matrimonial, y la tormentosa complejidad de una situación que antes no había vivido y que quizás por eso la desbarataba por no poderla manejar. Y es que no lograba comprender que a estas horas de su vida un escalofrío, como aquel que tuvo una vez en su adolescencia con Paco, le recorriera la espalda la madrugada anterior cuando volvió a acordarse de Javier, ya casi dormida, pero por tercera vez.

- Por cierto… ¿qué será de Paco Entrambasaguas? – se preguntó.

Y mientras esto pensaba, le dio tal arrebato que la hizo entrar en la habitación de su hija, sentarse junto a la mesita y, cruzándose de piernas con la elegancia y majestad con que algunos sauces aguantan su llanto, abrió el diario de Cécil y se dispuso a leerlo. Pero nada más abrirlo volvió a cerrarlo, pues fue tan súbito el arrepentimiento por aquella falta de respeto hacia todo lo que constituía la intimidad de su hija, que no la dejó leer ni el encabezamiento.

Acabó de vestirse y considerando que le vendría bien dar una vuelta, al instante se puso en marcha haciéndolo por los lugares menos transitados y con un aire que se había levantado pegándole en la cara. Al regresar y después de mucho pensarlo, ya estaba de nuevo en la habitación de su hija con el dichoso diario entre sus manos. Lo abrió por una página cualquiera y exactamente decía…

“Nada más verlo pero sin él saberlo, me estremezco cada día cuando se atusa el cabello y un poco de refilón me mira. Desde hace unas semanas las mañanas me parecen tan bellas que da igual que haya llegado el otoño o estemos en primavera, porque él se ha convertido en el dueño de mi tiempo: Del de las estaciones vivaldianas o del de este fin de semana que me ha parecido tan largo por solamente no poder contemplarlo”

- ¡Madre del Amor Hermoso! ¡que la niña se me ha enamorado hasta las trancas! – decía Cecilia pasando de nuevo la vista por el escrito – Y mira que lo pensé, pero nunca creí que eso pudiera llegar a ser. Pero si hasta las frases le salen… pues no, no me imaginaba yo que gozase de esa habilidad ¿o es que acaso su sentimiento es tan exageradamente tierno que no necesita ni hacer el menor esfuerzo? 

Pero de nuevo, por haber cedido a la tentación de leer el escrito, le vino esa desagradable sensación, mezcla de arrepentimiento y trasgresión en la que no sabía quien vencería si el uno o la otra. Pero, eso sí… ella siguió leyendo.

“No sabes cómo me gusta que, cuando en clase te miro, estés tan ausente de lo que me pasa y de lo que en mí tanto me ha cambiado la vida, como también ignoras el esfuerzo que tengo que hacer para no gritar mi dicha y la felicidad que me embarga, con sólo mirarme o simplemente cuando a solas me hablas ¿Sabes? Sigo sin saber qué me parecen más hermosas si las tardes, las mañanas o tal vez sean las noches porque al no verte, mi imaginación dentro de mí contigo se crece”

- Pero que sólo va a cumplir los diecisiete ¡Por Dios! Aunque a veces parezca que tenga cinco por siete.



Desconozco exactamente cuáles fueron las argucias que hubo de poner en juego el Padre Tomás de la Fiore con Germán Santamarta para que, más de una tarde, se les viera a ambos conversar en el salón de caballeros del Casino Militar hablando sobre temas que iban desde la decadencia de la fe, hasta la importancia que para la iglesia siempre había tenido una familia cristiana.

Sí, D. Germán ¡si sólo unas pocas familias fuesen como la de usted!
Mire, Padre de la Fiore, nosotros sólo somos una familia normal,  corriente y moliente, nada más.
Calle, calle, D. Germán, que en su modestia está su grandeza – lo miraba Tomás de la Fiore cerrando sus ojos en señal de asentimiento – Pues es indudable que, tras esa normalidad que asegura, se esconde mucha entrega, no menos sacrificio y un espíritu de verdadero cristiano.

Y justo cuando miraba el puro que se estaba fumando, Germán Santamarta vio el cielo abierto dando un profundo respiro, por ver aparecer de pronto a su esperado amigo Ramiro.

Hombre, creí que no venías - y dirigiéndose a de la Fiore que ya se había puesto de pie para marcharse, se disculpó y bajando la voz le dijo – Lo siento padre pero es la persona - le guiñó a Ramiro - que estaba esperando.
Me hago cargo, no se preocupe Germán y quede usted con Dios – y torciendo hacia la derecha, bajó con rapidez las escaleras.
¿Pero qué es lo que te traes con este cura, Germán?
¿Yo…? Pero si hace más de tres días que no sé lo que le pasa ¡es que no puedo quitármelo de encima, vamos! De verdad que desconozco qué mosca le ha picado. Bueno, a lo que vamos, vamos a jugar seriamente, el que se equivoque nada de volver la partida atrás – le dijo mientras colocaba las fichas en el tablero – que hoy viene mi hija del viaje de Preu y todavía tengo que pasar por casa a recoger a Cecilia.


CUARTA Y ÚLTIMA PARTE

Esa tarde, Cecilia Santamarta se había puesto un vestido que la hacía muy elegante, además yo diría que estaba guapísima. Aunque yo creo que quería estar más atractiva que guapa y aún no sabía el por qué, bueno… eso es lo que se dijo mintiendo mientras se miraba en el espejo, entrecerrando aquellos ojos tan bellos.

Ya estaban en el Muelle España y el barco atracando, cuando Germán Santamarta iba de un lado a otro observando a los viajeros que se agolpaban en cubierta para bajar por la escala. En seguida vio al espigado Javier de las Casas con un reducido grupo de alumnas entre las que destacaba, moviendo su brazo más que nadie, su adorada hija Cécil.

 -  ¡Allí, allí está, mírala Cecilia! ¿No la ves en aquel grupo al lado de Javier de las Casas?    

Aquel grupo que enfilaba la pasarela sobresaliendo de él la figura de Javier Casas, a Cecilia le pareció un rebañito de ovejas conducidas por el pastor. Un par de minutos más y vinieron los saludos, los abrazos y los besos. Cécil venía más morena, con una cara luminosa y espléndida – lo notó su padre nada más verla – se conoce que había tomado mucho el sol y su rostro mostraba ese atractivo de la piel recién tostada. Las cosas de Sierra Nevada

En general todos acusaban ese moreno, pero creo que el que más fue Javier de las Casas – observó Cecilia – cuando lo tuvo frente a ella saludándola de aquella manera tan amable. Germán, tomando del brazo a su hija, no le hizo ni caso, pero en cambio sí Cecilia que se mostró tan agradable que Javier pensó que si por un momento no se había equivocado de padres.

En el Pontiac, camino de casa, Cécil no paraba de hablar y responder al sinfín de preguntas que su padre le hacía, mientras Cecilia, mirando por la ventanilla no paraba de sorprenderse de lo atractivo que lo había encontrado con aquel moreno de piel.

Pero de todo lo que has visto ¿qué es lo que más te ha gustado?
Pues la Alhambra, papá, pero especialmente, y no me preguntes por qué, uno de sus cármenes que ahora no recuerdo su nombre pero que me suena a algo así como religioso.
¿Te refieres al de los Mártires?
Exacto, mamá ¿cómo lo sabes?
- ¡Ay si yo te dijera... Jajaja - y Padre e hija se quedaron estupefactos, extrañados ante aquella salida tan desconcertante pero, a la vez, contentos de que manifestara aquel rasgo de humor.

Cuando ya estaban en la habitación y la ayudaba a deshacer el equipaje, Cecilia sintió el mayor de los alivios cuando vio que su hija había abierto el cajón sin notar nada extraño, todo estaba en orden.
Días después y a primera hora del día, mientras amarilleaba el horizonte de la playa de El Chorrillo, Cécil Santamarta cruzaba el Puente del Cristo aspirando el salado soplo que le llegaba del foso sintiendo el placer en sus pulmones por aquel aire tan limpio y tan fresco.

-   Desde luego hay aromas que parecen escapados de lo más hondo de su alma – decía para sí camino de sus clases al pasar por el África Ceutí.

Disfrutando de esa vaharada que le había llegado del mar, Cécil se preguntaba si acaso no sería la muchacha más dichosa del mundo. Le parecía tan inteligente, tan tierno y tan distinto su adorado que se lo hubiera comido allí mismo. Y es que nunca imaginó que lo que desde hacía unos días experimentaba, la pudiera transformar tanto que bastaba con que él pusiera sus ojos en ella para que todo le pareciera diferente.

Encima las clases le iban razonablemente bien, la relación con su padre era cada vez más madura y solamente la que tenía con su madre pasaba por momentos más o menos oscuros pero que, con prudencia, buena voluntad y algo de generosidad todo se podía enmendar. Además se sentía obligada, aunque sólo fuera por haberse dejado el diario por medio y darse cuenta en el barco cuando ya no había remedio.

Se acordaba que mirando desde la cubierta el perfil de la Mujer Muerta hizo lo imposible por olvidar el error en seguida, y disfrutar plácidamente de la travesía. Pero volvió a preguntarse que cuál sería la reacción de su madre cuando lo encontrara ¿Le picaría la curiosidad? Claro que no, de eso estaba segura, pero… ¿y si por ese afán de proteccionismo – que para el caso sería lo mismo – se pusiera a leerlo con intensidad para entonces ya no parar hasta llegar al final?

- No quiero ni imaginar lo que pensaría si le diera por leer lo que puse de D. Javier, y es que nunca lo debí haber escrito - se decía cuando doblaba por las Puertas del Campo. En ese momento, su madre entraba en el dormitorio y volvía a coger el diario. 

“Me parece extrañamente raro que los mayores se comporten tantas veces como si fueran adolescentes, y es que me es muy difícil entender el que, a sus años, se haya podido enamorar, porque eso es verdaderamente lo que le pasa ¡Mierda!”

-   ¿A sus años? ¿Cómo que a mis años? – se dijo entre la decepción y el rubor porque aquello no era una sospecha sino una certera constatación.

Horas después y camino del Instituto, Germán Santamarta conducía su Pontiac tranquilamente viniendo de la Hípica y experimentando ese bienestar que se siente cuando las cosas en casa marchan de manera excelente. Se hallaba muy contento de tener una mujer tan bonita y una hija que a medida que crecía tenía cada vez con ella una mejor sintonía. Aunque eran amores diferentes pues el de su mujer más parecía ya el delta del río y el de su hija las peñas de un torrente.

Cuando las farolas comenzaban a despedir la tarde encendiendo sus luminosos faros y las pequeñas olas ronroneaban golpeando con suavidad el Paseo de las Palmeras, bajo sus escolleras, una figura enjuta y espigada se apoyaba en la baranda de González Tablas. Era Tomás de la Fiore que cavilaba sobre qué derrotero tomar  por no poder soportar el haber dejado de ser su confesor. Aunque debe decirse que todo fue por aquel torpe impulso tan impropio de una persona tan avezada y experta como él. Y mientras esto pensaba, notó a su derecha cómo una silueta avanzaba casi rozando la balaustrada.

- No hay duda ¡es ella! – dijo encaminándose hacia la sacristía porque por esa puerta creía que entraría.

Pero Cecilia siguió por el Paseo para después de quedarse mirando el mar, entrar unos minutos más tarde por la puerta principal. Le gustaba el silencio y la paz que emanaba aquel templo cuando al llegarse a la pila, tres dedos otra vez aparecieron, índice, medio y anular para que ella de nuevo se pudiera santiguar. 




Naturalmente era Javier de las Casas que mostrándose esta vez sin cuidado, le dejó en la otra mano una nota de papel doblada en cuatro.

Mientras, viniendo desde la bahía norte, la humedad asfaltaba las aceras del Paseo subiendo silente como un pirata con el cuchillo entre los dientes, Dentro del santuario y después de haber puesto en su mano aquella nota de papel doblada en cuatro, Javier de las Casas la besó en el pelo en un alarde de intrepidez, oyendo ella sonar las campanas por primera vez.

Entonces, confusa y agitada, Cecilia sintió lo que sólo ella podía expresar al notar su cintura atrapada por aquella mano fuerte y diferente, por aquella mano distinta y caliente que le erizó todo el cuerpo desde los pies hasta la frente.

- ¡Ay qué sofoco, Señor! – se dijo al notarlo tan pegado a su espalda que le faltaba el aire que respiraba.

Pero aún así pudo zafarse, y con una sensación de culpa que hasta ahora nunca había experimentado, Cecilia Santamarta atravesó la nave con toda precipitación para salir por la sacristía a la calle. Pero cuando ya estaba a punto de hacerlo apareció la figura de Tomás de la Fiore que la miraba con ese gesto de reproche cercano, examinándola de arriba abajo y extendiendo mucho sus brazos y manos. Entonces Cecilia, por el nerviosismo de que era presa, dejó caer al suelo la nota que guardaba entre sus dedos.

-  ¿Qué es esa nota que con tanto celo, Cecilia, llevabas en la mano?
-   Eso no es de su incumbencia – le contestó menos sorprendida por la pregunta que por haberla llamado Cecilia, haciéndole a lo de Sra. Santamarta, una soberana higa.
¿Pero desde cuando a un confesor no interesan las cosas de cualquiera de sus feligresas, hija? – le dijo acercándose más todavía.
Pues desde que dejó usted de serlo. Ahora le rogaría que me dejase el camino libre.   

Y cuando viendo que no se apartaba lo fue ella a esquivar, mirándola fijamente, el Padre Tomás de la Fiore la retuvo poniéndole la mano en el vientre con ese gesto repentino con que suele conducirse algún pájaro espino. Fue entonces cuando hubo un intercambio de miradas. La de Cecilia, irritada, porque no hubo cosa que más le desagradase que sentir aquella sucia mano sobre su cuerpo y la de Tomás de la Fiore, insinuante, porque así se delataba en su cara al notar aquel vientre agitado y caliente bajo su lasciva mano con intención tan vehemente.

- ¿No te parece que sería conveniente que hablaras con este confesor en privado, al que por cierto tienes tan avergonzado?
No sólo no sería conveniente – le dijo echándose hacia atrás para librarse de él – sino que es la última vez que se toma usted confianzas que no le corresponden tanto en el fondo como en la forma, y ahora… ¡Apártese de una vez! – le ordenó con sus ojos encendidos poniéndolos casi del revés.

Se apartó el Padre de la Fiore esgrimiendo una leva sonrisa y, minutos después, Cecilia Santamarta caminaba tan atribulada que no reparaba en que seguía apretando la nota en su mano con tanto ahínco que se había clavado las uñas sin apenas sentirlo. Intentó serenarse y a la luz de un escaparate por el que pasaba desdobló la nota y la leyó…

“Necesito verte a solas, hasta he pensado que pueda ser en tu propia casa con la mayor normalidad. Te espero en la iglesia el jueves a la misma hora”

- ¿Pero es que este hombre se ha vuelto loco? ¡Pero qué clase de disparate es este!   

Nada más romper la nota en mil pedazos, Cecilia se dio cuenta en seguida de que si él había perdido el juicio, tampoco ella iba muy sobrada por haberse dejado enredar de aquella manera. 

-  ¿Pero qué es lo que está pasando? – se preguntó firmemente decidida a acabar con aquella situación.

 Y sopesando aquella primera intención en su cabeza, después de un largo paseo, Cecilia entró en el portal de su casa, subió el primer tramo de escalones y en el recoveco en que la escalera giraba, tras una columna en penumbra, Javier de las Casas la esperaba sereno como esperan las rosas el alba y su rocío mañanero. Entonces se fue hacia ella y…

-  ¿Pero qué haces aquí? ¿es que te has vuelto loco? 

Pero ni tiempo le dio para acabar la frase porque se le había acercado tanto que no podía ni mirarle, porque se le había acercado tanto que no podía ni hablarle, y porque al poner la boca sobre su oído sintió tal escalofrío que le aleteó todo el cuello como si dentro llevara un pajarillo. Entonces, mientras oía las notas del piano que su hija pulsaba bajando hasta ellos por entre la excitante oscuridad, Javier la besó en los labios. Con la garganta entrecortada por la emoción y sin ella saber qué hacer, Cecilia oyó las campanas por segunda vez.

Cuando algunos minutos después abrió la puerta de la casa, nada más entrar y por esa forma de comportarse, por un momento pensó si no sería ella la hija y Cécil su madre. Se arregló un poco el vestido que tampoco fue la cosa para tanto, y entró saludando  como quien saluda a un santo. Tras un buen rato y acaso por desengrasar emociones, una vez que se hubo cambiado entró en la habitación de su hija que terminaba de tocar.

-  ¿Qué tal las clases, hija, algo de particular?
-  Nada, madre, van bastante bien, menos la Historia que la llevo inmejorable pues ya sabes que D. Javier la explica como los ángelessssss – dijo con su poquito de retintín.
-  ¿Sobre qué fue hoy la lección?
-  Pues fue sobre la figura de Godoy pero… - entonces se levantó para atender el teléfono que sonaba - ¿Sí…? ¿quién es?- y poniendo cara de extrañeza hizo un gesto con los hombros – Ha colgado, pero era un hombre.
-  ¿Y qué ha dicho?
-  No ha dicho nada.
-  ¿Entonces cómo sabes que era un hombre?
-  Porque ha carraspeado.
-  A veces me pones nerviosa, hija.
-  ¿Yo? Pero si sólo dije que había carraspeado…
- Ya, o sea que alguien llama solamente para carraspear.
- A veces, mamá, estas cosas son simplemente una señal, una velada confidencia, quien sabe….
- Desde luego, hija mía, qué facilidad tienes para sacarme de mis casillas – y diciendo esto, desapareció.

Por la noche, ya casi de madrugada, Cecilia observaba a través de la ventana ese trozo de cielo que siempre miraba cuando no conciliaba el sueño.

Se iba la tarde del día siguiente cuando Cecilia Santamarta tomó la dirección del Santuario para encontrarse con Javier mientras, como todas las tardes, se oía el Santo Rosario. Tomás de la Fiore en el confesionario del fondo, leía su breviario a la luz de la lamparilla que en seguida apagó en cuanto la vio entrar muy despacio por la puerta principal. Cecilia se fue hacia la pila del agua bendita desapareciendo tras una columna por unos instantes, mientras de la Fiore estiraba su cuello como un cochero erguido en su pescante.

Palabras amaestradas en su tímpano de cristal que sonaban emocionadas en los vericuetos de su alma, palabras que antes nadie le dijo y que despertaban sus sentidos tanto tiempo dormidos. De pronto unos movimientos en la penumbra y de la Fiore que oye los tacones de Cecilia dando un sonoro traspiés y saliendo por la puerta  seguida por Javier, y el cura toscano que nada puede ver. Volvió a encender la lamparilla el Padre Tomás, pero para entonces ya había puesto Javier su coche en dirección al Tarajal.

-  Hola, Papá.
-  Hola, hijita ¿cómo tú por aquí?
- Pues que he venido a buscarte ya sabes que tú eres mi papá favorito.
-  Pues que bien, aunque en eso estamos empatados porque tú también eres la más favorita de mis hijas. Anda, ven acá y dame un beso.

Salieron y se fueron caminando juntos por La Marina. Entonces Cécil le quiso contar a su padre algunas de sus cosas pero no se atrevió, cosas que naturalmente todas tenían que ver con el muchacho del que se había enamorado. También le hubiera gustado decirle que se llamaba Mario pero tampoco se atrevió, que era muy inteligente, y que ella se quedaba en suspenso cuando la miraba aunque él no lo notara, que disfrutaba cuando le hablaba con ese sentido del humor que la desarmaba, y que era muy guapo pero todavía más tierno y que… y que aunque habían salido ya varias veces, él nunca habría sospechado que ella decidiera plasmar esos sentimientos tan gratos, escribiéndolos en un pequeño diario.

-  ¿En que piensas?
-  Pues en que, alguna vez, me gustaría contarte todas mis cosas.
-  Pues venga… adelante ¿o es que no te atreves?
-  ¿Qué no me atrevo? Pues claro que sí, Papá, lo que pasa es que ahora todavía hay poca cosa que contar.
-  Ya…
 
Había comenzado  a llover y, muy lejos de allí, a través de los cristales veteados por la lluvia, en el coche francés aquel, Cecilia oyó sonar las campanas por tercera vez, por tercera vez...