LO QUE DA UNA TAZA DE CAFÉ
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Después de comer, Pablo
pensó en llamarla sin mucha convicción, para ver si le apetecía tomar un café. Pero le dijo que sí aunque arrancándole antes la promesa
de que pasarían después por la galería donde una amiga suya exponía unos cuadros.
Cuando Almudena salió de
casa, el sol pintaba de naranja los árboles del bulevar, dándole a la tarde esa
envidiable apariencia de otoño. Era una de esas tardes que a Pablo tanto le gustaban, en las que la brisa de la sierra comenzaba a bajar y el
parque se sonrojaba de tanto color, pues de lejos parecía la paleta de un
pintor.
- ¿Te gusta la pintura,
entonces? – le preguntó él.
- Psché… No puede
decirse exactamente que sí ¿lo dices por lo de esta tarde? es más bien un
compromiso, además sólo me gustan determinados cuadros.
- Es una forma de
empezar ¿no?
- ¿De empezar? Pues
tampoco tengo el menor interés en hacerlo, me gustan algunos cuadros y ahí acaba
todo.
- ¿O es que quizás ya
estás un poco de vuelta y sólo hablas de esos pocos que te llegan?
- No, ni hablar, aunque
tampoco soy yo persona que le guste hablar de pintura, entre otras cosas
porque no tengo mucha idea, lo cual no quita para que me gusten algunos
cuadros que me parecen bellísimos.
- ¿Pues sabes lo que te
digo? que haces muy bien.
Eso conversaban Pablo y Almudena, sentados frente a frente, en una de las mesas del Gran Café. Y como unos minutos antes él la había visto venir por el bulevar y pararse ante la cristalera mirando hacia dentro a ver si lo localizaba, ahora no podía por menos que sorprenderse de nuevo con su belleza y con su inigualable atractivo.
Llevaba el pelo aún
revuelto por el aire que se había levantado y bajo la gabardina negra, asomaba
como una rebeca de color rosa que hacía resaltar el moreno de sus marcados
pómulos, y esos ojos oscuros a veces tan tiernos otras tan duros. Se había
puesto a llover y los goterones pegaban contra la cristalera con ese son tan
rítmico y evocador. La tarde se alargaba y una dulce y hermosa nostalgia quería
pegarse a las paredes y mesas del Gran Café como si no quisiera marcharse
jamás.
- ¿Sabes?
- Dime. Le dijo ella
acercándose más de lo necesario como para escucharle cómodamente.
- Pues que hoy, no me
preguntes por qué, te encuentro interesantemente atractiva.
- ¿Interesantemente?
- Sí, igual no te gusta
el adverbio o no supe elegir la palabra adecuada pero te aseguro que lo que
pretendía era decirte lo cómodo que me encuentro mirándote y tomando este café aquí
contigo.
- A veces, Pablo… a
veces...
- ¿A veces qué...?
- No, no te lo digo
porque me da vergüenza.
- Le dijo Sharon Stone a Woody Allen.
- ¡Jajaja...!
Una neblina, como una gasa violeta, flotaba pálida sobre la ciudad cuando Almudena y Pablo salían horas después de la Galería. El aire era fresco y al atravesar el
parque, algunas hojas, bajo el peso de sus pisadas, sonaban como suenan los
caparazones de algunos insectos cuando se les sentencia a muerte, luego se les pisa y finalmente se les mata.
Pablo venía
agradablemente sorprendido por la simpatía y amabilidad con que la amiga de
Almudena les había atendido. Ella caminaba feliz porque llevaba bajo el brazo el
cuadro que su amiga Rosa, la pintora, le había regalado.
- ¿Tanto te agradaba ese
cuadro?
- Es que le tengo un
cariño especial pues viví casi todo su proceso desde que empezó a pintarlo.
- Pues a mí me encanta el color y,
desde luego, hay que reconocer que la modelo es preciosa.
- ¿Pero qué dices? si
apenas se le ve la cara.
- Esas cosas se intuyen,
Almudena, además, para tener ese cuello hay que ser muy bonita. Vosotras como
no entendéis de mujeres…
Y Almudena, con una sonrisa de lado a lado, se agarró de su brazo, marcó bien los pasos y mirándole, le preguntó:
- A ver, cuéntame... ¿y tú, qué es lo que entiendes de nosotras?
- De vosotras entiendo
bastantes cosas, pero de ti lo entiendo todo - y echándose a reír,
continuó - pero no me hagas mucho
caso sobre lo que ahora te diga, pues lo que pasa es que yo soy muy mentiroso.
- ¿Sabes? Así de pronto
me han entrado unas ganas irreprimibles de destapar el cuadro y ponerme a mirarlo.
- Pues por mí… ya estás
tardando.
- No, pero aquí no,
necesito iluminarlo bien. Ven, crucemos – y tomándolo ahora de la mano,
aligeraron el paso y tomaron el camino de su casa.
Nada más llegar, Almudena había dejado el cuadro sobre un caballete, orientándolo de tal forma que incidiera sobre él la luz de ese foco cenital que tanto le agradaba. Y mientras iban conversando, lo miraba de vez en cuando, tal era la fuerza que la imagen de aquella excitante mujer se proyectaba sobre ella.
La mujer del cuadro se
llamaba Andrea y, según le contó, era una modelo que conoció en vida y por la
que antes, y más tras su trágico accidente, había comenzado a sentir una gran
admiración. Tanta que pronto se dio cuenta de que, desde hacía tiempo,
imitaba su forma de hablar, de mirar y creía que hasta de su forma de comportarse. Su admiración llegaba a
tal extremo que hasta procuraba vestirse con los mismos colores con los que
ella siempre se vistió. Colores que iban del púrpura al azul intenso, pasando
por todos los tonos violáceos que tan bien combinaban con el azul de sus
ojos.
Dejaron el cuadro,
salieron a la terraza y Pablo comenzó a hablarle de que cada vez le costaba más
escribir por no ocurrírsele nada nuevo digno de mención, y ella le dijo que quizás esa era
una buena señal pues lo que pasaba es que ya no se conformaba con lo que
escribía ahora, que quería ir más allá.
- A veces, Pablo, viene
muy bien ese momento de espera.
- Tú siempre tan amable…
- No, creo que es la
verdad, cuando te atascas en algo, pero en cualquier orden de la vida, nada hay
mejor que distanciarte y buscar otra perspectiva. Entonces, cuando la
encuentras nada hay más gratificante que, sin saber cómo, darte cuenta de que
todo comienza a fluir de nuevo ¿o acaso nunca te pasó esto alguna vez?
- Sí, alguna vez…
Esa noche, Almudena se
sentía contenta porque su amiga Rosa le había regalado aquel cuadro y porque le
agradaba escuchar las cosas que Pablo le decía, mientras saboreaba aquel ron
con limón.
- Anda, ven y siéntate a
mi lado, que esta noche necesito tener a alguien muy cerca, que me cuente cosas
pero que también me escuche.
Arriba, la luna, aunque
hacía enormes esfuerzos para que no se le notara, sentía una envidia infinita
de que aquel foco cenital, que tanto le gustaba a Almudena, no estuviese
apagado y fuese ella, entonces, quien iluminase la bella imagen de Andrea.
- ¿Sabes? Ahora mismo
tengo la sensación de que… como si ese cuadro me acercara más a ti - le dijo ella.
- ¿El cuadro? ¿acercarte
a mí? Y luego me dices que a vece se me ocurre cada cosa... Pues durante todos estos
días yo no necesité ni cuadro ni nada, ya lo ves - le
dijo tomándola del cuello y girándola hacia él.
- Tú es que siempre me
pareciste muy seguro...
- ¿Yo? Pero si ahora
mismo no sé ni cómo manejarme, niña mía.
- Pero qué poca
vergüenza tienes. Y no me digas niña mía que si no, la vamos a tener.
- No caerá esa breva. De
verdad, te juro que durante toda la tarde fui de sorpresa en sorpresa.
Empezando porque no sabía si ibas a querer tomarte esa taza de café conmigo.
- ¿Estás hablando en
serio?
Entonces, ante la cara de incredulidad de Almudena, Pablo continuó.
- Completamente en serio, y siguiendo porque me ha
impresionado ese amor que le tienes a ese cuadro, no te pegaba nada pero dice
mucho de ti, y terminando porque ahora me siento como un indefenso pajarillo.
Almudena se reía observando la facilidad que Pablo tenía para pasar de la seriedad a la risa ¿o es que ese cambio quizás era debido a su timidez que se le quedaba en seguida desnuda, por no saber si luego vendría el esplendor o el fracaso. Fue el momento en que se miraron muy de cerca pero con tanta complicidad que ni uno ni otro quisieron tomar ventaja ya que las cartas ya habían sido echadas.
Pablo observaba sus
ojos, las cejas, la nariz y sus carnosos labios llenos de sensualidad. Habíanse
acercado tanto que ya no se podía hacerlo más ni era conveniente volver ahora hacia atrás. Entonces, dando rienda
suelta a lo que tantas y tantas veces había Pablo imaginado, se quedó corto al
comprobar la calidez con que los labios de Almudena abrazaban los suyos,
inventando caricias que ninguno supo de donde salieron.
- ¿Sabes? – le dijo ella
– te voy a ser muy sincera y me da igual lo que ocurra pero no me lo voy a
callar, así lo siento. Y es… que nunca pensé que llegaríamos a esto.
- ¿Pero a qué hemos
llegado? - le preguntó él, apretando su cabeza con una sola mano contra su
pecho, como si fuera una pelota de baloncesto.
- Te había observado
muchas veces pero nunca te imaginé así y me da miedo.
- ¿Imaginarme cómo? ¿Y
miedo de qué, chiquilla?
- Me encanta cuando me
dices chiquilla. Oye, imaginarte… es que no me vienen las palabras, Pablo, pensaba
que con esa forma tan despreocupada que a veces tienes de comportarte pues...
Y dejó la frase en suspenso pero como si quisiera decir más que acabándola de decir.
- ¿Y lo del miedo?
- Pues porque cuando
mejor comienzan a rodar las cosas, más se mira a todas partes como si temieras
que todo de repente se fuese a trastocar ¿o a ti no te pasa?
- Pues no, además eso es
complicarte la vida demasiado.
Con los minutos que pasaban y siempre bajo esa luz cenital del foco, la imagen del cuadro parecía cada vez más bella, desde la misma cama, abrazándose las piernas con los brazos, Almudena admiraba aquel perfil que tan bien conocía, como si fuera el acicate con el que recordar el bonito rostro de Andrea. Pablo se quitó la camisa, se encendió un Ducados y se echó a su lado acomodándose y poniendo la cabeza en su regazo. Entonces ella se inclinó y lo besó en los labios.
Trepaba la madrugada
como una ladrona subiendo por la fachada de aquel edificio donde había un
cuadro con una imagen iluminada y una cama entre caricias desordenada. La
pasión desnuda de dos amantes abrigados por el frenesí y el calor de unos
cuerpos que parecían hechizados.
Fue entonces cuando
llegó el instante supremo en que ella lo sintió como el más hondo de los
placeres, como se espera a alguien al que has estado deseando durante tanto
tiempo, y en el que también él se adentró con el más contenido júbilo del que
esperaba ser tan bien recibido. La noche fue una noche fascinante, de silencios
sin tensiones, con caricias excitantes y sentidas convulsiones.
En el cuadro, la imagen
de Andrea siguió de perfil pero escapándosele una lágrima que por supuesto
Pablo no vio. Sólo Almudena pudo darse cuenta pero ya no le importó.
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