EN EL PARQUE DEL BAILE
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Hace años,
cuando aún había verbenas, el sólo nombrarlas invitaba a que la imaginación se
disparara. Verbenas que al llegar la primavera, apagada la tarde, se encendía
la noche con un puñado de estrellas.
Recuerdo que en el Parque del
Baile, entre los árboles, había un claro donde iban los enamorados a danzar
bailones bajo farolillos de todos los colores. Pero Cyd y Fred prefirieron, una
vez que dejaron al cochero liándose un peta, pasar de largo y tomar por una asfaltada
vereda.
A los lados, los cabezones
blancos de aquellas farolas iluminaban con lujuriosa pereza los preciosos
pómulos de ella. Entonces, antes de ponerse Cyd a bailar le dijo: Oye Fred,
aunque en medio del parque te parezca que no suena la música, es mentira, tú
baila a mi paso hasta el final del amor, baila
conmigo, mientras frágil me elevas como una rama de olivo.
Entonces él le susurró al
oído: Bailaré contigo por entre las cortinas de tus instintos más tiernos, por
esos besos robados de tantas y tantas veces escondernos. Quiero que me muestres
la belleza de tu amor prohibido después que los espectadores se hayan ido,
muéstramela como ese ardiente violín al que fueran mis manos las que arrancaran su bello sonido.
Cyd vestía de blanco, y
cuando daba una vuelta entera se le adivinaban arriba de sus muslos unas
bragas blancas cintureras mientras él, con sus zapatos bicolor, bailando y
disfrutando como si jugara a los médicos siendo su primo hermano, parecía anunciar
que ya venía el verano.
Cuentan que esa noche
bailaron como jamás lo habían hecho antes, al principio de forma sosegada pero
comiéndose la vida con sus miradas. Después, abrazados y girando enlazados
tantas y tantas vueltas dieron, que ella jamás hubiera querido bajar de aquella
nube de sueños.
Aunque luego, al notar que
Fred parecía cansado, le pidió que la llevara hacia el coche de caballos que
estaba allí esperando, porque deseaba contemplar más que nada la luna, como si
aún la siguiese tomando él por la cintura.
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