CADA VEZ ESTÁS MÁS GUAPA, MUJER.
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Me di cuenta que me había enamorado cuando supe que desconocía por qué me gustaba tanto. Pero de ella había oído hablar también tanto que, a pesar de eso, jamás pregunté si era rubia o morena, o tenía rojo el cabello.
Hasta que una noche, enredado en la madrugada de una fiesta de agosto, al pasear por el muelle, vi de cerca sus ojos fenicios, azules y verdes. Osé acercarme demasiado y olí el perfume de su cuerpo salino, entonces la abracé y sentí, como propios, sus más cercanos latidos. Fue al sentarnos, al borde del mar, en aquel noray de un amarre cualquiera, con la brisa entreabriendo su falda y un trozo de luna en su cuello de nácar.
Desde entonces me he dado cuenta de que me vuelve loco el salitre, pero también sus ojos cuando saben que no los miro porque entonces sé que me miran ellos. Me vuelve loco el salitre pero el que por la tarde, después de una mañana de playa, atrevido en su espalda ronea, cuando asoman sus andares que por ese muelle pasea. Y así, al arrullo de la brisa marina, con olas de belleza infinita, se me queda soñando el alma mientras dormida, suspira.
Nunca entendí ni quise jamás pegar un tiro al aire ni que cayera en la arena. Los tiros con tapones de corcho o con pistolas de agua buena, pero menos todavía hablando de ella con su cuerpo de cisne y su mirada serena. Siempre quise besar sus labios de mar y de arena y que muriera de celos la luna, pero también de pena.