viernes, 27 de septiembre de 2019

SE LLAMABA CLARA... 

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Hubo un tiempo en que esas niñas de faldas tan deformadas por tanta sentada mansamariana, provocaban el alma de mis apetitos, hasta entonces en calma, alborotándolos por causa de esos oscuros y dilatados fruncidos, por donde más de una vez soñé con exhalar mis suspiros. Pero no hubo lugar, tuvo que ser pasados unos años, pocos, cuando se presentó la oportunidad.

Hubo un tiempo también en que empecé a sentirme otro, a ser hasta displicente en las formas, a querer estar con frecuencia solo, sin importarme la gente ni su decoro. Tiempo de verano en que al atardecer paseaba hasta la punta del muelle sin hacer caso a mis sentimientos, e importándome todavía menos si a veces escupía a barlovento.

De aquellas prácticas y pensamientos me quedó un rescoldo que a veces me viene bien entre gentes de natural sonoro, con la que no hay más remedio que hacerse el sordo. Tiempos de ignorancia y de pocos contrastes ¡qué monotonía y qué colección de disparates!

Pero qué bien los que luego vinieron y durante los cuales nunca vi la viga en el propio ni la paja en ajeno. Sólo hablaré del principio porque esos, los que luego vinieron, esos... me los guardo.

Ella se llamaba Clara, y vino a Madrid desde Ponferrada. Tenía la tez de una palidez extrema y sus ojos de una belleza obscena. Nos conocimos en Madrid, en la cola de ese pequeño cine que hace ya muchos años que no existe, el Azul, de la Gran Vía,
donde echaban una peli en que una mujer con los ojos como albercas, ahogaba en sus profundidades las pretensiones de un iluso que soñaba mecer en ella sus habilidades.

- Era buena la música y la chica qué guapa ¿verdad? - me dijo Clara.

Pero luego, mientras paseábamos, le respondí... bueno, no me atreví a decírselo solo lo pensé, pues nos acabábamos de conocer.

- Pues para eso no hacía falta concentrarse en la pantalla, sino que con mirar de reojo su perfil de Diosa romana, bastaba. 

Ella se llamaba Clara, y vino a Madrid desde Ponferrada.


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