sábado, 10 de octubre de 2015



EL PIANISTA

Aquella tarde, camino del Café de Zhivago, a Macadamia le vino de pronto tal escalofrío, que parecía que un esquimal le hubiera soplado las ingles dando después un silbido. Pero fue sólo un golpe de aire que le levantó la falda hasta la cintura justo al doblar la esquina desde donde ya se veía el Café y su peculiar marquesina.

Macadamia tiene los muslos como el atardecer, pero como el de un atardecer cubano si usted tuvo la dicha de vérselos en verano. Macadamia te mira como gacela o pantera, según la mires de cerca o te atrevas a besarle la oreja. Cuando Macadamia se cruza de piernas, se nos aparece la virgen a todos los que soñamos con ella.

Pero aquella noche, cuando Macadamia estaba a punto de entrar, se dio cuenta en seguida de que allí pasaba algo inusual pues las vidrieras, demasiado empañadas, apenas si dejaban ver el sinfín de cuerpos que se agitaban moviéndose sin parar.
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Cuando llegó y nada más abrir la puerta, lo primero que oyó, amén del continuo murmullo y el chocar de los vasos, fueron unas notas de piano seguidas de una armónica que parecía contestarle y luego otra vez el piano. Sentado en su banqueta, dispuesto a cantar, un hombre a quien nadie conocía lo pulsaba buscándole las cosquillas.

- Parece ser que es un primo de Lady O´Callaghan que le pidió que viniera esta noche a cantar – medio gritó alguien entre el bullicio de la gente.

La barra era un hervidero hasta donde las manos se alargaban pidiendo una copa. Los cuerpos se apretujaban entre aquel marasmo de humo, de olor a cerveza y del aire fresco que se colaba cuando alguien irrumpía en el local. Como acababa de hacer Macadamia que se quedó atónita ante semejante espectáculo. Fue entonces cuando el pianista empezó a cantar…

“ A las nueve en punto de un sábado, con el público de siempre, un anciano junto a mí se está follando a una Tonic con Gin. Me pide que le cante una vieja canción que no recuerda pero me la tararea”

Un numeroso grupo de gente formaba un gran anillo alrededor del pianista, brindando y acompasando con sus movimientos de vaivén el ritmo que marcaba el piano y otros músicos más jóvenes que, a su estilo, le echaron una mano.

¡¡ Cántanos una canción – cantaban todos enfervorizados - tú que eres el pianista, cántanosla esta noche, necesitamos que tu melodía nos haga sentir bien !!

John el Inmenso, el barman del Café de Zhivago, orondo como un pelotón de playa, llenaba las copas de todos los que se le acercaban, incluso tuvo un segundo para darle fuego a la Gran Marquesa de Culoplano que, con su coqueto mitón, encendió el cigarrillo entre sus sofisticadas manos. Ataviado con su pizpireta pajarita, John se miraba arrebatador en el espejo porque nunca se le olvidaba que su ambición había sido siempre ser una estrella de cine.
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Entre las alegres chicas del Café con sus vestidos de lunares, igual hay una que vierte un poco de alcohol sobre alguien que se excedió, como hay otra que interpela a D. Tomasín, alto funcionario del Catastro, sobre qué mascarones de proa prefiere, si los de ella o su compañera.

Chuloputas, marineros, alcaldes y navajeros, alcahuetas, notarios, poetas y boticarios, bomberos, artistas, republicanos y fascistas se enredan entremezclados en el merengue de su pasión y doble vida, bajo la tenue luz de aquella neblina.

¡¡ Cántanos una canción – volvían a cantar enfervorizados - tú que eres el pianista, cántanosla esta noche, necesitamos que tu melodía nos haga sentir bien !!

Fuera, hacía un poco de frío, y hasta la rama más alta, de la acacia más alta del parque, llega el murmullo de voces y las notas de la canción. Desde allí, mirando hacia el Café de Zhivago que parece de dibujos animados, un Búho con los ojos abiertos no se ha perdido detalle.

- ¿Y si algún día, por no ser yo muy honesto, me da por escribir sobre todo esto?




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