HISTORIAS DE MI FLASHBACK
Esta es la historia, contada en dos versiones, de un bonito encuentro que hubo entre sus dos protagonistas: Clara y Carlos. De esto
hace ya algunos años. Todo sucedió en la estación de trenes de un bello pueblo
de la provincia de Tarragona. San Carles de la Rápita.
MI COLECCIÓN DE MARIPOSAS
El martes anterior yo había llamado a Clara proponiéndole que
tomara un tren que pasaba por San Carles. Me dijo que me contestaría al día
siguiente y yo le dije que la esperaría en la estación. Al día siguiente,
miércoles, me volvió a llamar para decirme que su tren llegaría a San Carles
sobre las ocho y cuarto de la tarde.
Quizás parecía extraño que no me hubiese preguntado por qué fue
San Carles el pueblo elegido. Pero a mí no sólo no me extrañó, sino que me
agradó, acaso porque cada vez me gusta menos que me hagan tanta pregunta, y por
eso prefiero que me miren con complicidad, como si ya les hubiese contestado a
algo que nunca me preguntaron.
Ese fugaz pensamiento acudió a mi mente cuando me estiraba de
gozo nada más llegar a la estación y sentarme en su acogedora cantina, junto al
ventanal, esperando que llegase su tren. Como aún tenía tiempo de
sobra, mientras bebía mi café, me entretuve en mirar a mi alrededor.
Acabé mi café y salí al andén. Llovía no muy fuerte pero sí que
se oía con claridad el golpeteo del chaparrón sobre la techumbre. Nunca entendí
a la gente que no le gusta la lluvia como tampoco comprenderé a esa otra que no
entiende que a mí me guste tanto… esa romántica lluvia de septiembre, sobre
todo ahora que la veía caer despacio, raspando inclinada las pequeñas casetas de la
estación.
De vez en cuando unas ráfagas del aire que soplaba viniendo
de una arboleda, hacía penetrar algunas gotas bajo el porche. Me senté en uno
de los bancos adonde no llegaba el pequeño chaparrón y, echando la cabeza hacia
atrás, cerré los ojos tratando de imaginarme a Clara en su asiento.
¿Se habría acabado ya la revista y estaría haciendo un
crucigrama? ¿o íría dormida? No, no creo que viniese dormida, qué falta de… no
sé ¿no? ¿o quizás estaría con la cara muy cerca de la ventanilla observando los
campos mojados y pensando, cada vez más ilusionada, en nuestro inminente
encuentro?
- ¡Ojalá! – pensé cínicamente porque estaba seguro de que así
sería.
Clara era natural de Mevuelves un bello pueblo de la provincia
de Loco, que no tenía alcalde ni cura, pero sí un maestro libertino, un
boticario permisivo y un entrañable y respetado tonto. Clara era morena y sus
ojos, cuando se mostraban vergonzosos ¡me agradaba tanto mirarlos!
Yo la había conocido en Madrid y después de unas noches en que
salimos a cenar, me acompañó a mi casa para que yo le enseñara, ya de una vez,
esa colección de mariposas de la que tanto le había hablado.
Aún recuerdo con agrado la cara de estupor que puso, cuando le
dije que por un imperdonable descuido, me había dejado la ventana abierta y se
me habían volado todas. Entonces ella me dijo…
- Pues entonces habrá que tomarse una copa.
Y en ese recuerdo estaba cuando, de pronto, al oír el lejano
pitido del tren, me sentí el ser más feliz del mundo. Fíjate, algo tan simple,
un sencillo encuentro pero, claro, es que venía cargado de tanta ilusión, que
el calificar aquella cita de sencilla hubiera sido pura hipocresía.
Me puse en pie en cuanto vi la luz del solitario ojo amarillo de
aquel polifemo que avanzaba veloz tirando de los vagones ya iluminados, Oí otro
pitido pero ya junto con el sonido del propio tren que cada vez se hacía mayor
a medida que los segundos pasaban y, de pronto, irrumpió en la estación
majestuoso, con ese característico bufido del que viene cansado de tanto
traqueteo y corre-corre.
Clara y yo nos conocíamos desde hacía poco tiempo, pero con
aquella larga decena de días que anduvimos juntos y con aquel tiempo de
separación que me sirvió para conocerla aún más, nunca entendí cómo esa
circunstancia pudo lograr más que nuestras primeras citas, sin embargo me
sentía como si hubiéramos estado media vida juntos. Y es que a veces la ilusión
tira de uno con una fuerza tal que no atiende a la lógica de las razones. Ni
falta que hace.
Aquel largo tren se fue parando poquito a poco hasta que después
de un crujido que se transmitió desde la máquina hasta al último de los vagones,
exhaló su último suspiro y se detuvo. Entonces, comencé a andar deprisa de
ventanilla en ventanilla buscándola porque, no sé por qué, quería verla antes
de que me viese ella a mí.
Pero, sin darme yo cuenta, ya hacía unos cuantos segundos que
ella me miraba sonriente a través de una de las ventanillas. Me acerqué, puse
mi mano abierta sobre el cristal y ella hizo lo mismo por el otro lado. Nos
quedamos mirándonos unos instantes y entonces se fue hacia la puerta.
Cuando bajó y la tuve frente a mí, me quedé mirándola y no quise
ni besarla, pero no porque no me apeteciera, que me apetecía mucho, sino porque
en ese instante lo que más deseaba era mirarla de cerca y después abrazarla
fuerte… fuerte hasta estrujarla. Y eso fue lo que hice, permaneciendo mi alma
abrazada a la suya un poco más tiempo de lo que duró el abrazo.
Y así abandonamos la estación, camino de aquel lugar donde, con
toda la ternura de que yo era capaz, iba a enseñarle a Clara ¡por fin! mi
fabulosa colección de mariposas porque esta vez... sí que habían vuelto
todas... todas.
VERSIÓN DE CLARA. CON SU BLANCA PALIDEZ
En esta versión va incluida una canción que no viene mal escucharla mientras se va leyendo el texto. Dice así...
Sin esta bellísima canción, la pequeña historia de Carlos y yo,
no habría tenido lugar. Fue en la primavera cuando me invitaron a una fiesta
que se daba en las afueras de Madrid. Seríamos veintitantas personas y aunque
muchos de ellos se conocían, a otros se nos veía la cara de como si no
supiéramos tener muy claro si íbamos de parte del novio o de la novia.
Ahí andaban las cosas cuando, de pronto, sonó la canción
yo me puse a mirar hacia abajo como si quisiera concentrarme en
tan bonita melodía, y entonces vi cómo, en un rincón, un zapato daba lentos golpes sobre el
terrazo acompasando el ritmo de la batería. Levanté un poco la cabeza y fue
cuando lo vi por primera vez.
No me gustó demasiado, parecía un tanto
antipático y un poco serio aunque sí, sí… de serio no tenía nada porque,
después de tomarse un pausado trago, se me acercó y me dijo, mientras masticaba
una guinda que había cogido con los dedos de su copa, que llevaba algún rato
observándome
- ¿Y qué es lo que has
visto…? – le pregunté.
- Ante todo, una
blanca palidez, una blanca palidez escondida en esos ojos negros que tienes,
pero una palidez mucho más bonita que la de la canción, donde va a parar – me
dijo.
Entonces me miró de una forma como si me estuviera pidiendo
permiso para enamorarse. Yo le miré más detenidamente y aunque pude detectar
buena parte de su guasa, la verdad es que el muy puñetero consiguió tocarme muy
dentro, y aún no me lo explico, yo creo que fue la música.
Bueno, pues hay que ver lo cómoda que me sentí durante toda la
noche. Hablamos y hablamos sin parar, apenas si bailamos, pero en una clarita
que se hizo, se fue a por el vinilo y, poniéndolo en el plato, me preguntó si
me apetecía bailar. Yo le dije, también con algo de guasa, que más que a mi
vida, y entonces, al tomarme él de la cintura, pude comprobar que ni una sola
vez llegué a poner los pies en el suelo.
Pasaron unos meses en los que volvimos a salir unas cuantas
veces, por cierto… qué raro se me hizo la perra que le entró con su colección
de mariposas que tampoco le pegaba mucho, la verdad, y no me preguntes por qué.
Luego estuvimos un tiempo sin vernos, ya sabes, obligaciones, algún que otro
compás de espera… Hasta que un día me hizo esa llamada para que nos viéramos en
San Carles.
Llegado el día, me dirigí a la estación y hay que ver con la
ilusión con que yo caminaba entrando en los andenes, oyendo los pitidos de los
trenes que se disponían a marchar y otros que llegaban. Me senté en el lugar que me
correspondía y me puse a mirar por la ventanilla, preguntándome si habría
alguien en aquel tren que pudiera encontrarse tan feliz como en ese momento me
encontraba yo.
Cuando el tren echó a andar, me puse a observar las gotas de
lluvia que se abrían sobre el cristal de la ventanilla, intentando imaginarme
lo que estaría haciendo él ahora.
Carlos era natural de Puesanda, un bello pueblo de la provincia de Quetuami. Pero... ¿estaría aún en casa o habría salido ya para la estación de pura impaciencia? ¿Le apetecerá tanto como me apetece a mí este repentino encuentro? Fue el momento en que nos dijeron que ya estábamos llegando a San Carles.
Carlos era natural de Puesanda, un bello pueblo de la provincia de Quetuami. Pero... ¿estaría aún en casa o habría salido ya para la estación de pura impaciencia? ¿Le apetecerá tanto como me apetece a mí este repentino encuentro? Fue el momento en que nos dijeron que ya estábamos llegando a San Carles.
Cuando noté que el tren disminuía su marcha y entraba en la
estación, me faltaron ojos para ver donde estaba. ¡Allí, allí, míralo! Pero no
te vayas para allá que estoy aquí, puñetero, que estoy aquí… Y entonces me vio, se acercó
a la ventanilla me mostró su mano abierta y porque estaba el cristal si no,
allí mismo me lo hubiera comido. Salí rápida y cuando vi cómo me miraba y el
abrazo que me dio, de nuevo mis pies como el día que bailamos "Con su
blanca palidez" volvieron a no tocar el suelo.
Salimos de la estación el uno al lado del otro y al agarrarme
con su mano grande por la nuca, allí mismo fue donde sentí mi primer escalofrío
porque, como sus mariposas, también mis escalofríos habían vuelto todos… todos.
TELÓN
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