UNA HISTORIA BLANCA Y MUY BREVE
Recuerdo que al comienzo de una Semana Santa, de hace ya algunos años, cuando
recogía a mi hijo de la guardería, su Seño me dijo:
- No, no ha de hacer ninguna tarea, si acaso, como le gusta
tanto pintar, que haga unos cuantos dibujos.
A la tarde siguiente, mientras yo leía y él jugaba con
sus coches por el sofá, le pregunté...
- ¿Vas a pintar esta tarde?
- ¿Pintar qué, papá?
- Pues esos dibujos que tienes en el bloc, me dijo la Seño que
estaría bien que pintaras uno cada día.
- Ah... ¿los dibujos? - se dijo como si los hubiera olvidado.
Y en seguida se fue a su cuarto para volver con un buen montón de lápices de colores, el gran bloc y su inseparable cuento de Willy Fog. Se tumbó en el suelo y, sacando la lengua para
que aquellas curvas le salieran lo más perfectas posibles, se enfrascó en la
tarea.
Recuerdo también que yo había comenzado una novela con la que ya
tenía serias dudas sobre si la iba a continuar o a dejar arrumbada por ahí. Y es que no soy yo de los que se enganchan o les atrapa la historia que
te cuentan sino más bien cómo te la cuentan. Al final todo se arregló y la pude
continuar de forma muy agradable.
A media tarde yo me había leído tres o cuatro capítulos y mi hijo iba ya por el tercer dibujo.
- ¿Pero ya estás acabando el tercer dibujo?
- Sí... me dijo con cierto aire triunfal.
- ¿Sabes lo que podemos hacer ahora?
- ¿El que, papá?
- Vamos a dar un paseo y me invitas a un helado.
- Jo, papá - me dijo medio riéndose - pero te he dicho que yo no te puedo invitar porque no tengo dinero, que los que
tienen dinero son los papáaaas... - terminó la frase casi gritando a ver si yo me enteraba de una vez
- Bueno, pues... vamos a hacer entonces una cosa: Yo te presto el dinero
y tú me invitas ¿vale?
- Vale.
Salimos a la calle y después de pedir él los dos helados y pagarlos ante mi
complicidad de sonrisas y guiños con la vendedora, nos fuimos a tomarlos en un
banco del parquecillo que había tras la plaza.
La tarde estaba muy
bonita, tenía buena cara y se había perfumado hasta las entrañas. El sol naranjeaba en el horizonte metiéndose ya por el mar, como si lo hubiese llamado su mamá.
Entonces, mirando cómo se engullía mi hijo el helado, respiré profundamente dándome cuenta enseguida de que no había persona, en este mundo, con la que yo me hubiera
sentido aquella tarde más a gusto.
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