LA FAMILIA SANTAMARTA
PRIMERA PARTE
Era una mañana tibia
primavera de hace ya algunos años cuando, frente a la balaustrada del Paseo de
las Palmeras, el mar se pintaba los ojos de verde y el ombligo de azul,
mientras unas gaviotas gritonas volaban hacia Benzú.
Pero era también una mañana como las de todos los días en la
que, ofreciendo sus turgentes lindezas al sol, completa y eternamente desnuda, la Mujer Muerta trataba de averiguar, con el rabillo del ojo, si de verdad el Monte Hacho
la estaba observando, como también ella lo hacía aunque fuera de vez en
cuando.
Pues bien, pasaba ya la media mañana cuando una muchacha limpiaba los
cristales de un piso en un edificio de La Marina, con medio cuerpo fuera, entonando unas bulerías con mucho compás.
- ¡Ayeeeeeer, cuando amaneció, una mariposa blanca de un lirio se enamoróooooo...
- Manuela, ya te he dicho más de una vez que no quiero que cantes
esa clase de canciones y menos aún con la Semana Santa encima.
- Perdone señora, pero es que se me va el sentir así por la
boca… como una, como una… ¿sabe usted? y ya no me puedo parar, vamos, que no me
doy ni cuenta.
- Pues a ver si no se te va tanto, tanto… y estás más en lo que
tienes que estar – le dijo Cecilia Santamarta mientras se arreglaba para dar un paseo con una amiga.
Y es que Cecilia Santamarta era muy clara en sus convicciones. De buena estatura, elegante y bien
constituida, la que algunas personas llamaban la boticaria por ser la mujer de D. Germán Santamarta, el
boticario – así se estrujaban las meninges aquellas personas - era un ejemplo de rectitud y saber estar.
Quizás eso mismo debía pensar Javier de las Casas, profesor de
historia, saboreando un vermuth desde una de las ventanas del
Centro de Hijos de Ceuta, viéndola cruzar por el Revellín con esa elegancia de
la que sólo algunas mujeres suelen dejar
constancia.
Paseando al lado de su amiga, Cecilia Santamarta reía con discreción pero echando de vez en
cuando hacia atrás su melena desmadejada, como si fuera una preciosa cascada.
Fue el momento en que Javier de las Casas apurando su copa,
quiso bajar las escalerillas de esa puerta lateral que tenía el Centro de Hijos de Ceuta y que
daba a La Marina, como si fuese un secreto pasadizo con el que poder cruzarse
con ella haciéndose el encontradizo. Pero esta vez, viniéndole la duda, lo
pensó mejor y como no se atrevía, no bajó.
Minutos más tarde, Cecilia y su amiga pasaban ante la puerta central del santuario, donde el Padre Tomás de la Fiore se
acercaba a cumplimentarlas con un saludo cercano y a la vez reverencial.
El Padre de la Fiore, jesuita de ascendencia toscana, era desde
hacía ya unos meses el párroco del Santuario y a la vez confesor de Cecilia Santamarta, sustituyendo a D. Bernabé Perpén que había sido llamado a Roma para consulta. Cecilia Santamarta sentía un gran aprecio por el Padre Tomás por haberle ayudado en esos momentos que siempre se tienen de debilidad cristiana. Siguieron paseando y, al volver por la calle Real, se llegaron hasta el Vicentino donde la esperaba, sentado junto a una mesa de fuera, su marido.
A la tarde, asomada al balcón junto a su hija Cécil ambas charlaban.
- ¿Qué tal llevas las clases?
- Como siempre, mamá, como casi todos los
días.
- ¿Entonces nada
interesante? – era la forma que tenía ella de preguntar a su hija lo que
deseaba saber sin hacerlo directamente.
- Bueno, salvo la
clase de historia, por lo demás...
- ¿Y por qué sólo la de historia?
- Pues porque D.
Javier se supera cada día, mamá, la hace muy amena… la explica de forma
diferente, vamos, como si no fuese una asignatura. Además nos parece a casi
todas un hombre tan interesante…
- ¿Pero qué estás diciendo, Cécil? que es vuestro profesor, hija.
- Pues por eso mismo, Mamá - y se echó a reír - lástima que sólo lo tengamos dos veces
por semana, allí vamos todas locas con él.
- Cécil... - Movió la cabeza de un lado a otro como reprendiéndola pero sin olvidar el último verano cuando se topó con él, en la playa Benítez, con el torso moreno de sol y aquella radiante sonrisa.
El Padre Tomás de la Fiore gozaba de tal predicamento entre su
feligresía, que rara era la tarde en que la iglesia no se ponía de bote en bote
para escuchar su homilía. Por eso cuando se encaminaba hacia el púlpito por
medio de ese caracol que a su cima llevaba, más de una de las allí congregadas
le miraban como si se les cayera la baba.
Y es que el Padre de la Fiore, cuando recibía en
confesión, la cola era la del Cine Apolo en un día de estreno y peli en
technicolor. Entonces las feligresas, tras la discreta celosía, contritas y
emocionadas escuchando su grata palabra, parecía que todas estuvieran entre
jazmines pelando allí mismo la pava.
Mucho más arriba de la ciudad, en el Casino Militar, en el salón que
era sólo para hombres, Germán Santamarta y Javier de las Casas echaban una
partida de ajedrez, mientras el olor de los puros habanos se columpiaba entre
los suaves ronquidos de un hombre grandón, catedrático de Matemáticas en el instituto, que gustaba de echarse un sueñecito
por el silencio que allí imperaba.
- ¿De modo que se me enroca usted, amigo de
las Casas?
- Pues sí, es la única
forma que se me ocurre para frenar su ataque.
- No será para tanto,
no será para tanto… que menuda me tendrá usted preparada. Por cierto… ¿qué tal
lleva mi hija la asignatura?
- Pues las últimas
noticias dicen que la cosa pinta muy bien, además Cécil parece una muchacha muy
inteligente.
- Claro, tiene a quien
parecerse.
- Caramba, D. Germán,
no sabía yo que fuera usted tan…
- Calle, calle – le
espetó sin dejarle terminar su frase – no lo digo por mí, lo digo por su madre. Usted porque no la conoce pero es su viva estampa.
Desde luego tengo que reconocer que es una chiquilla muy despierta y además con
bastante carácter, como su madre, vamos, no le digo más.
Había llegado el atardecer y la ciudad, ahora muy sosegada,
parecía respirar el cansancio acumulado durante toda la jornada. Algunos barcos
de pesca entraban en el muelle de comercio justo cuando las luces
comenzaban a encenderse.
Más lejos de allí en esa playa de Benzú, aprovechando la maravillosa penumbra que comenzaba a brindarle la caída de la tarde, unos papás se enmarañaban en sutiles caricias y besos calientes, abrazados bajo el sol poniente.
Al día siguiente por la tarde, cuando la campana del Santuario avisaba a las feligresas llevando todas en su bolso el santo rosario, por un lateral de la nave Cecilia Santamarta se dirigía a su confesor que, tras la celosía, leía su breviario bajo la lamparilla.
Al día siguiente por la tarde, cuando la campana del Santuario avisaba a las feligresas llevando todas en su bolso el santo rosario, por un lateral de la nave Cecilia Santamarta se dirigía a su confesor que, tras la celosía, leía su breviario bajo la lamparilla.
- ¿Y eso cuántas veces, hija?
- Varias, Padre, varias, pero no sabría decirle exactamente cuantas.
- Bueno, de todas formas eso es algo que no tendría mayor importancia si aún podemos llegar a tiempo, porque eso es así ¿verdad, hija?
- Pues con la mayor sinceridad, padre, tampoco sabría decirle... no estoy muy segura.
Y en ese momento el corazón empezó a darle pequeños espasmos por ser la primera vez que hablando de él, no sólo frente al espejo, lo hacía con otra persona, nada menos que con el Padre Tomás de la Fiore, su confesor ¡que era también un hombre! Pero eso sí, ella jamás le dijo su nombre.
- En todas estas cuestiones, hija, no ha de dejar usted de tener su mesura para evitar así la tentación, que no habría de ser un problema al ser usted persona de honda formación.
En el recoleto silencio del templo, la voz del Padre de la Fiore le sonaba cálida y olorosa como si al hablarle al oído no hubiera entre ellos ni celosía ni ninguna otra cosa.
- Vete en paz – Dijo solemnemente Tomás de la Fiore mientras levantaba con teatralidad su mano puesta de canto.
Minutos después, por la acera de enfrente al Paseo de las Palmeras, Cecilia Santamarta tomaba el camino de casa pero decidiendo antes ir por el Revellín, para después bajar por la empinada cuesta de Las Monjas. Según caminaba, no dejaba de pensar en su confesión pues creía que se había excedido en su confidencia sintiéndose de nuevo insegura por haber desvelado sus intimidades con escasa prudencia. Al pasar por el Casino Militar cuando había decidido no pensar más en ello, mira por donde, vio a Germán y a Javier los dos muy serios, pensando concentrados encima del tablero.
- Jaque de nuevo, D. Germán.
- Caramba, de las Casas, vaya asedio al que me tiene usted sometido ¡Pero si mi majestad ya no sabe por donde tirar…!
SEGUNDA PARTE
Al día siguiente, con la persistente brisa marina que del
Estrecho venía, quedaron los muelles tan limpios que los cientos de metros de
su espumoso malecón, parecía que lo hubiesen lavado con agua y jabón.
Caminando con cierta
premura y balanceando a la vez su cartera de mano, donde llevaba las pequeñas
notas de sus explicaciones, Javier de las Casas subía con rapidez hacia el
Instituto porque ya se le hacía tarde. Al llegar, unos alumnos se apoyaban en
el muro mientras otros, haciendo corro, conversaban en voz alta gesticulando y
riendo estrepitosamente. Nada más subir el último tramo de escaleras,
distinguió la figura de Cécil Santamarta que, en medio del corro, hablaba con
sus compañeros echándose la melena atrás con mucho desparpajo y no poca desenvoltura.
Por la parte del Paseo de las Palmeras, más cercana al Santuario, el Padre Tomás de la Fiore se asomaba a la balaustrada con la mirada
vaga sin nada que observar pero con la mente ocupada en algo que le intranquilizaba. Y es que de la Fiore tenía tal poder de convicción, que pocas
eran las personas que habían escapado a la eficacia de sus recomendaciones. Por
eso temía que la Sra. Santamarta pudiera ser la primera.
- Vamos a ver, Tomás –
decía para sí como aconsejándose – no has de caer en la precipitación, deja que
la venza el tiempo, que venga a ti, arrepentida, sumisa y desposeída de todo
vestigio de razón.
Hasta que al día siguiente, por la tarde, vio
entrar a Cecilia en la iglesia nada más acabarse uno de los oficios. Entonces,
al dirigirse ella hacia la pila del agua bendita que cual remanso de
recogimiento y paz lucía muy quieta en la mediana oscuridad, surgió en la
sombra una mano que, tras mojar tres dedos, el índice, medio y anular, se los
ofreció para que tomando tan sólo unas gotas ella se pudiera santiguar.
Naturalmente era la mano de Javier de las Casas que, con atrevimiento y osadía,
le puso el corazón en un puño acelerando sus latidos tanto, que para disimular
la emoción se giró y se sentó en un banco.
Desde el confesionario en donde se acababa de sentar, y ausente
por unos instantes de sus deberes de administrar la penitencia, Tomás de la
Fiore observaba la escena viendo como Cecilia se arrodillaba poniendo luego
entre sus manos su atribulado y pálido rostro. Un repetido movimiento de hombros
que su nerviosismo acrecentó, hizo pensar a de la Fiore que aquello iba de mal
en peor. Y es que este tipo de asuntos – pensaba - hay que prenderlos en su
momento porque luego se envenenan y entonces no tiene remedio.
- ¿Pero cómo sabría que hoy venía yo a la iglesia? – se preguntaba tratando de tranquilizarse - ¿me habrá seguido? ¿pero es que hasta ese tipo de cuidados llega su
atrevimiento?
Fuera, la temperatura era muy agradable y un cálido vientecillo
se hacía notar agradeciendo su bondad justo cuando Javier de las Casas, ya fuera de la iglesia, fue
alcanzado por alguien que inmediatamente se puso a su altura yendo a su paso.
- Buenas tardes, D.
Javier.
- ¡Hola Cécil! ¡Pero qué sorpresa! ¿cómo te va?
- Bien… muy bien.
- ¿Y esa Historia?
¿cómo la llevas?
- Creo que bastante bien ¿no?
Aunque me parece que estoy estudiando demasiado.
- ¿Pero cómo es eso, mujer?
A Cécil le hizo gracia que la llamara así, pero en cualquier caso
no le desagradó.
- Pues porque me parece
que me lo estoy tomando todo demasiado a pecho, y además como salgo tan poco…
- ¿Y eso a tu edad cómo se explica?
- Pues no lo sé, quizás
porque no me divierto tanto como debiera.
- Ah, pues eso hay que
solucionarlo inmediatamente, yo a tu edad me lo pasaba pero que muy bien.
- ¿Y ahora?
Pero ya no respondió porque justo cuando pasaban por el Casino Militar,
Germán Santamarta se despedía de unos amigos y los vio llegar…
- ¡Pero si es mi hija y nada menos que con su
profesor de historia…!
- Hombre, D. Germán
¿qué tal?
- Hola, de las
Casas.
- Hola, papá.
- Hola, hijita.
- ¿Vas para casa?
Yo me quedaré un ratito aún.
- Sí, ya me voy, pero
no tardes, eh – le dijo recriminándole cómicamente con el dedo.
- Hasta luego,
hija. Y usted, Javier ¿no se toma un café o una copa?
- Una copa estará
bien.
Eran casi las nueve cuando Cecilia Santamarta no daba crédito a
sus ojos, desde la acera de enfrente, sentados en aquellos sillones de cuero,
charlando el uno con el otro como si no hubiera pasado nada. Uno, claro está,
por desconocimiento, pero ¿y el otro? ¿es que acaso podía el descaro y la
desfachatez ir en tan poco tiempo de la mano? Pero ¿y ella? pues aunque
transida por haberse visto obligada a ser protagonista de una situación que no
provocó ¿o sí? no acababa de arrepentirse por ser más fuertes sus nuevas
emociones que lo que Tomás de la Fiore le aconsejó tras aquellas recomendaciones.
Al anochecer, cuando la Mujer Muerta y el Monte Hacho
plácidamente dormían por tener sus conciencias tan leales, limpias y
tranquilas, Javier de las Casas se fumaba un cigarrillo dirigiendo su mirada
desde el balcón a un velero y a buena parte del puerto, mientras Cecilia dormía
en su lecho con los ojos abiertos.
Dispuesta a poner fin a lo que sólo le iba a traer
preocupaciones, Cecilia Santamarta se empeñó en pergeñar una estrategia para
que el incidente del agua bendita no volviera a ocurrir. Así que partiendo de que todo este asunto habría de resolverlo ella
sola por mucho que hasta ahora hubiera seguido los consejos de Tomás de la
Fiore, se puso manos a la obra pero albergando todavía la duda de si sería
capaz, porque no llegaba a comprender que, conociéndolo tan poco y tratándolo
todavía menos, aquel hombre la hubiera podido desestabilizar de aquella manera.
- A veces parece que
tenga la edad de mi hija – se recriminó otra noche, de madrugada y en voz muy
baja, entre ronquido y ronquido de su bienamado marido.
Hasta que una mañana de domingo se le presentó la ocasión al
estar los hados de su parte por coincidir con él muy cerca del Cine Cervantes.
- Hombre, de las Casas
¿qué tal? le presento a mi mujer. mira, Cecilia, aquí tienes al profesor de
nuestra hija.
- Señora… - se inclinó muy
levemente.
- Encantada - bajó
Cecilia los ojos al sentir como él le apretaba la mano.
- En este momento
íbamos a tomar el aperitivo, así que si quiere acompañarnos… - le dijo
amablemente Germán ante la perplejidad de Cecilia que no daba crédito a lo que
oía.
- Con mucho gusto,
será un placer para mí.
Pues dicho y hecho, Javier se colocó al otro lado de Cecilia y
los tres juntos cruzaron de acera encaminándose hacia La Campana donde se
sentaron en una de las mesitas de fuera.
Y así estaban las cosas cuando la Sra. Santamarta comenzó a
sentir sobre su pecho una mezcla de desamparo y ansiedad por no saber
embridar aquella situación que de tan sopetón se le había presentado, sobre
todo cuando a los quince minutos su marido se excusó para regar unos cuantos
rododendros que había por allí dentro. Y es que la próstata es una cosa muy
mala, sobre todo si viene ella de cerveza acompañada.
A esa hora y una vez cumplidas las obligaciones de su
ministerio, tomando la balaustrada de la costanera, el Padre Tomás de la Fiore
ya no la dejó hasta dar la vuelta a la ciudad y regresar después bajando por la calle
Real.
De la Fiore cuando paseaba lo hacía con tal solvencia y majestad
que parecía que le viniesen pequeñas sus tareas en esa preciosa ciudad. A Tomás
de la Fiore – según supo D. Germán por una elevada confidencia – le
truncaron su brillante carrera por tiempo indefinido, hasta que se olvidase por
completo un más que lamentable y oscuro malentendido, ocurrido en la ciudad de
Santander, estando una feligresa en la sacristía con él, bastante tiempo
después de que dieran las diez.
También en esa mañana de domingo, Cécil Santamarta al piano con la ventana
abierta a la claridad del día tocaba una
cosa de Chopin con temprana melancolía.
Cécil era la Cecilia que sí pudo acabar piano porque tuvo una madre que se empeñó, como no hizo su abuela para
que su hija encauzara tan reconfortante carrera. Cécil Santamarta tenía
adoración por su padre y a veces hasta por su madre cuando la dejaba tranquila
y no le daba esa continua brasa de deberes y disciplina.
Pues bien, era ya más de media mañana cuando se echó a la
calle con unas amigas que habían ido a por ella para ir primero a misa y luego
pegarse una vuelta.
Mientras, en esa mesa de La Campana y temiendo que empezara a
hablarle nada más ausentarse su marido, Cecilia Santamarta no sabía de qué lado
ponerse sin embargo, pasados ya diez minutos, Javier de las
Casas no es que no hubiera abierto la boca, es que ni siquiera se le notó un
ademán, ni un gesto, ni una furtiva mirada o una honda respiración. Hasta que
de pronto…
- ¿Pero donde se habrá
metido D. Germán? ¿Sabe usted donde ha ido su marido?
- Oiga Javier – intentó
ella cortar por lo sano – vamos a dejarnos ya de enredos de una vez pues esto,
desde ahora mismo, tiene que acabar.
- Pues es una lástima
que tenga que ser precisamente hoy – se giró para mirarla muy fijamente.
- Nada tiene que ver el
que tenga que ser hoy – respondió casi con aspereza sosteniéndole la mirada -
lo que sí le digo encarecidamente es que no vuelva a repetirse lo del otro
día.
- He de decirle
que sí tiene que ver con hoy pues esta mañana, no ha venido usted muy guapa...
Y cuando al oír esa media frase sintió ella tal desagrado que le
fue imposible disimularlo, Javier de las Casas terminó la frase.
-… sino que ha venido sublime, Cecilia.
Fue entonces el instante en que Germán Santamarta salió un
segundo para antes de volver a entrar decir
- Estoy saludando a unos amigos, disculpadme, enseguida estoy
con vosotros.
Pero Cecilia ya no sabía qué hacer. Era la primera vez que le
oía pronunciar su nombre ¡pero qué bien le sonó en su boca! tanto que ni
siquiera oyó la disculpa de su marido. Y es que nunca antes nadie, pero
absolutamente nadie, le había dicho que estaba… ¡sublime! Pero como él seguía
mirándola de aquella forma, Cecilia sólo pudo hacer otra cosa que olvidar su firme
resolución y mirarle entonces con ese atractivo del que ella era una firme
practicante.
Cada vez quedaba menos, apenas una veintena de metros, para que
Tomás de la Fiore, regresando de su paseo estuviese a punto de pasar por la
acera de La Campana, donde en una de sus mesitas y otra vez sin apenas
hablarse, Cecilia y Javier se miraban
como si se adivinaran. Pasó ante ellos con estupor pero preguntándose que qué
caramba hacía ella allí, sin su marido, sentada a solas con ese insolente
individuo y en actitud tan poco edificante, tanto que ni reparaban en nadie de
los que por allí pasaban o entraban.
- ¡Hola, Mamá!
- ¡Hola D.
Javieeeeeeeer!
Era Cécil y sus amigas que coreaban el saludo a su profesor.
- ¡Pero qué muchachitas
más guapas tenemos aquí – era Germán que acababa de salir regresando a la mesa
- A ver ¿Qué os apetece tomar?
- Nada, gracias papá, no
te preocupes, otro día será que hoy tenemos prisa.
- Bueno, pues como
queráis, adiós, adiós a todas ¡qué chiquillas! – dijo volviéndose a su mujer y
a Javier.
TERCERA PARTE
En el saloncito desde donde escuchaba a su hija tocar, por estar
abiertas las puertas de par en par, Germán Santamarta dejó a un lado el
periódico que leía y le habló a su mujer.
- ¿Has notado tú también el cambio que ha dado Cécil en estos
últimos días?
- ¿A qué te refieres?
- No sé, la veo cambiada…
- Eso ya lo has dicho, lo que quiero saber es cómo aprecias tú
ese cambio.
- Esto… quiero decir cambiada pero… a mejor, se la ve más
alegre, más predispuesta, sale con más frecuencia a la calle y ya no estudia
tanto.
- ¿Y a estudiar menos le llamas tú un cambio a mejor, Germán?
¿Pero a ti qué te pasa? Desde luego…
- Mujer, lo que quiero decir que ya no se encierra tanto en
casa, que sale que… ¿no crees? – y como el piano dejó de sonar, aguzó el oído
y… - ¿ves? ya se prepara para salir otra vez ¿no se nos habrá enamorado,
Cecilia?
- No digas cosas raras, Germán, además ya sabes que no me
agradan nada ese tipo de conversaciones.
- ¿Pero a enamorarse le llamas tú ese tipo de conversaciones?
Mujer, pero si es lo más natural del mundo y más en estas edades… Bueno, bueno,
retiro lo dicho, por cierto ¿cuándo es el viaje?
- Pero vamos a ver, Germán ¿es que te has propuesto darme la
tarde?
- De verdad que no sabía
que esto también te molestaba.
- El lunes que viene ¡pero si ya lo sabes! - le dijo a
regañadientes porque tampoco era esa una conversación con la que disfrutara especialmente.
- Mujer… te aseguro que
no lo recordaba.
En ese momento, desde la puerta del saloncito, Cécil hizo un
gesto con la mano y se despidió.
- Hasta luego.
- Hasta luego, hija.
- ¿Pero adonde vas ahora?
- Pues por ahí, mamá, a darme una vuelta.
- Está bien, pero no vuelvas tarde.
- Vaaaaaale… - y cerrando
la puerta, salió de estampida.
Se le hacía tarde, eran ya casi las ocho y media y Cécil, según
bajaba, notaba que el corazón le latía de forma diferente y es que… ¡había
quedado con él! En un lugar no muy concurrido porque así les pareció
oportuno, caminaba saboreando lo que se siente al quedar con alguien por
primera vez, con ese alguien que te resulta tan especial por no poder sujetar
muy bien el ímpetu de tus emociones.
Bueno, pues cuando llegó el día de la partida de Cécil, estando los tres cerca de la pasarela por donde entraban los viajeros al barco, apareció de pronto Javier de las Casas que había sido nombrado jefe de la expedición de aquel viaje.
- Hola, buenos días ¿pero es que también vienen ustedes? –
les dijo el profesor con su poquito de sorna.
- ¡Qué más quisiera yo, amigo Javier! – y entonces aprovechó
para acercarse y decirle – supongo que no es necesario que le diga que me la
cuide como si fuera su propia hija ¿verdad?
- Descuiden, eso no hay ni que dudarlo, así que estén ustedes tranquilos. Bueno que el barco ya va
a zarpar. Adiós Germán, adiós Cecilia.
- Adiós – le dijo ella con fingida naturalidad.
- Buen viaje Javier, que os vaya muy bien.
Cuando el barco desapareció por la bocana y volvían a casa en el
coche, no podía decirse quien estaba de peor humor, si él por separarse de su
hija o si Cecilia porque siempre tenía que mirar un poco más allá sin poderlo
remediar. Entonces, al percatarse Germán de la cara de Cecilia…
- Mujer, que son sólo siete días y medio.
- Pues para no estar preocupado los has contado muy bien.
Esa misma tarde, Tomás de la Fiore, al salir de la sacristía, no
salía de su asombro viendo cómo en uno de los confesionarios, la Sra.
Santamarta acercaba su figura a la celosía de los secretos, confiándose a los
consejos que le daba un sacerdote inexperto. Eso pensó nada más verla, así que
esperó a un lado discretamente apartado, y cuando Cecilia ocupó uno de los
bancos, contrita y genuflexa para cumplir con la penitencia
impuesta, Tomás de la Fiore no tuvo otra cosa que hacer que arrodillarse a su
lado para, entre susurros y con evidente seguridad, decirle bajando la voz.
- No es esa la forma de proceder, hija mía.
Entonces al sentirlo a su lado, exclamó
- ¡Pero Padre…!
- Mire, hija, he venido a decirle que la espero
aquí mañana a esta misma hora pues, en su estado actual, le vendrá bien que
tengamos unas apaciguadoras palabras y, por favor, acuda a esta
cita, haga lo necesario por venir.
Camino de casa, Cecilia Santamaría hubiera sido incapaz de
calcular ni someramente los esfuerzos que en ese momento hacía para no perder
la compostura, tal había sido el malestar que le produjeron las las palabras de de la Fiore tomándose aquellas atribuciones. Entonces, caminando cada vez más deprisa, como si le hubieran dado
de pronto cuerda, acertó a decir.
- Pues está listo si cree que voy a acudir.
Sólo faltaba eso.
Efectivamente, a la tarde siguiente no acudió. Y no acudió no solamente por lo ya expuesto sino que
además, el día de la partida de Rosa y como, según ella, dejaba su habitación manga por hombro, al
entrar a ordenarla vio sobre la mesita una pequeña libreta donde se leía de su puño y letra: Mi Diario.
Lo cerró de golpe como si
fuera a matar una mosca y con aquella libreta entre sus manos se estremeció.
Instantes después dejaba el diario en uno de los cajones de la mesita pero sin
resistirse a cavilar porque… ¿qué hacer? Por un momento quiso ser práctica y
leerlo, pero en seguida se echó atrás pues eso no estaba ni medianamente bien y
además su hija nunca se lo perdonaría. Y en eso estaba cuando sonó el teléfono.
Era Germán.
- Oye, que no me esperes a comer hoy, que se me olvidó decirte que
había quedado con Ramiro. Lo siento.
- No te preocupes, además me viene bien pues aún no he preparado
nada. Adiós, que os divirtáis.
Pero en seguida su cabeza volvió a girar sobre el dichoso
diario. Y es que ella lo había guardado en un cajón que a lo mejor no era su
sitio, pero lo que tampoco quería hacer es dejarlo donde lo había encontrado
pues ¿quién le decía a ella que Cécil, después de una semana de viaje, se iba a
acordar si lo dejó fuera o lo guardó en su sitio? Y si era esto último ¿en
cual? Cosa que le molestó en grado sumo porque tampoco las relaciones con su
hija pasaban por un momento excelente y si su hija no encontraba el diario
donde debía estar, es porque alguien lo había sacado de su lugar. Así que optó
por volver al principio, lo sacó del cajón y volvió a dejarlo sobre la mesita,
exactamente como se lo encontró.
Cuando la luz de la tarde dejaba sobre los edificios de La
Marina un agradable clima de sosiego y bondad, Cecilia Santamarta, recién
salida de la ducha y embutida en su esponjoso albornoz, se sentó junto a su
escritorio mirando al Estrecho pensativa mientras se fumaba un cigarrillo.
Justo al momento volvió a sentir esa extraña sensación que sufría desde hacía un par de días. Una sensación que oscilaba entre la apacible monotonía de su relación matrimonial, y la tormentosa complejidad de una situación que
antes no había vivido y que quizás por eso la desbarataba por no poderla
manejar. Y es que no lograba comprender que a estas horas de su vida un
escalofrío, como aquel que tuvo una vez en su adolescencia con Paco, le recorriera la
espalda la madrugada anterior cuando volvió a acordarse de Javier, ya casi dormida,
pero por tercera vez.
- Por cierto… ¿qué será de Paco Entrambasaguas? – se preguntó.
Y mientras esto pensaba, le dio tal arrebato que la hizo
entrar en la habitación de su hija, sentarse junto a la mesita y, cruzándose de
piernas con la elegancia y majestad con que algunos sauces aguantan su llanto,
abrió el diario de Cécil y se dispuso a leerlo. Pero nada más abrirlo volvió a
cerrarlo, pues fue tan súbito el arrepentimiento por aquella falta de respeto
hacia todo lo que constituía la intimidad de su hija, que no la dejó leer ni el
encabezamiento.
Acabó de vestirse y considerando que le vendría bien dar una
vuelta, al instante se puso en marcha haciéndolo por los lugares menos
transitados y con un aire que se había levantado pegándole en la cara. Al
regresar y después de mucho pensarlo, ya estaba de nuevo en la habitación de su
hija con el dichoso diario entre sus manos. Lo abrió por una página
cualquiera y exactamente decía…
“Nada más verlo pero sin él saberlo, me estremezco cada día
cuando se atusa el cabello y un poco de refilón me mira. Desde hace unas
semanas las mañanas me parecen tan bellas que da igual que haya llegado el
otoño o estemos en primavera, porque él se ha convertido en el dueño de mi
tiempo: Del de las estaciones vivaldianas o del de este fin de semana que me ha
parecido tan largo por solamente no poder contemplarlo”
- ¡Madre del Amor Hermoso! ¡que la niña se me ha enamorado hasta
las trancas! – decía Cecilia pasando de nuevo la vista por el escrito – Y mira
que lo pensé, pero nunca creí que eso pudiera llegar a ser. Pero si hasta las
frases le salen… pues no, no me imaginaba yo que gozase de esa habilidad ¿o es
que acaso su sentimiento es tan exageradamente tierno que no necesita ni hacer
el menor esfuerzo?
Pero de nuevo, por haber cedido a la tentación de leer el
escrito, le vino esa desagradable sensación, mezcla de arrepentimiento y
trasgresión en la que no sabía quien vencería si el uno o la otra. Pero, eso
sí… ella siguió leyendo.
“No sabes cómo me gusta que, cuando en clase te miro, estés tan
ausente de lo que me pasa y de lo que en mí tanto me ha cambiado la vida, como
también ignoras el esfuerzo que tengo que hacer para no gritar mi dicha y la
felicidad que me embarga, con sólo mirarme o simplemente cuando a solas me
hablas ¿Sabes? Sigo sin saber qué me parecen más hermosas si las tardes, las
mañanas o tal vez sean las noches porque al no verte, mi imaginación dentro de
mí contigo se crece”
- Pero que sólo va a cumplir los diecisiete ¡Por Dios! Aunque a
veces parezca que tenga cinco por siete.
Desconozco exactamente cuáles fueron las argucias que hubo de
poner en juego el Padre Tomás de la Fiore con Germán Santamarta para que, más
de una tarde, se les viera a ambos conversar en el salón de caballeros del
Casino Militar hablando sobre temas que iban desde la decadencia de la fe,
hasta la importancia que para la iglesia siempre había tenido una familia
cristiana.
- Sí, D. Germán ¡si
sólo unas pocas familias fuesen como la de usted!
- Mire, Padre de la
Fiore, nosotros sólo somos una familia normal,
corriente y moliente, nada más.
- Calle, calle, D.
Germán, que en su modestia está su grandeza – lo miraba Tomás de la Fiore
cerrando sus ojos en señal de asentimiento – Pues es indudable que, tras esa
normalidad que asegura, se esconde mucha entrega, no menos sacrificio y un
espíritu de verdadero cristiano.
Y justo cuando miraba el puro que se estaba fumando, Germán
Santamarta vio el cielo abierto dando un profundo respiro, por ver aparecer de pronto a su esperado amigo Ramiro.
- Hombre, creí que no venías - y dirigiéndose
a de la Fiore que ya se había puesto de pie para marcharse, se disculpó y
bajando la voz le dijo – Lo siento padre pero es la persona - le guiñó a Ramiro - que estaba
esperando.
- Me hago cargo, no se preocupe Germán y quede
usted con Dios – y torciendo hacia la derecha, bajó con rapidez las escaleras.
- ¿Pero qué es lo que te traes con este cura,
Germán?
- ¿Yo…? Pero si hace más de tres días que no
sé lo que le pasa ¡es que no puedo quitármelo de encima, vamos! De verdad que
desconozco qué mosca le ha picado. Bueno, a lo que vamos, vamos a jugar seriamente, el que se equivoque nada de volver la partida atrás – le dijo mientras colocaba las fichas en el tablero – que hoy
viene mi hija del viaje de Preu y todavía tengo que pasar por casa a recoger a
Cecilia.
CUARTA Y ÚLTIMA PARTE
Esa tarde, Cecilia Santamarta se había puesto un vestido que la hacía muy elegante, además yo diría que estaba guapísima. Aunque yo creo que quería estar más
atractiva que guapa y aún no sabía el por qué, bueno… eso es lo que se dijo
mintiendo mientras se miraba en el espejo, entrecerrando aquellos ojos tan
bellos.
Ya estaban en el Muelle España y el barco atracando, cuando
Germán Santamarta iba de un lado a otro observando a los viajeros que se
agolpaban en cubierta para bajar por la escala. En seguida vio al espigado
Javier de las Casas con un reducido grupo de alumnas entre las que destacaba,
moviendo su brazo más que nadie, su adorada hija Cécil.
- ¡Allí, allí está, mírala Cecilia! ¿No la ves
en aquel grupo al lado de Javier de las Casas?
Aquel grupo que enfilaba la pasarela sobresaliendo de él la
figura de Javier Casas, a Cecilia le pareció un rebañito de ovejas conducidas
por el pastor. Un par de minutos más y vinieron los saludos, los abrazos y los
besos. Cécil venía más morena, con una cara luminosa y espléndida – lo notó su
padre nada más verla – se conoce que había tomado mucho el sol y su rostro
mostraba ese atractivo de la piel recién tostada. Las cosas de Sierra Nevada
En general todos acusaban ese moreno, pero creo que el que más fue Javier de las
Casas – observó Cecilia – cuando lo tuvo frente a ella saludándola de aquella manera tan amable. Germán, tomando del brazo a su hija, no le hizo ni caso, pero en
cambio sí Cecilia que se mostró tan agradable que Javier pensó que si por un
momento no se había equivocado de padres.
En el Pontiac, camino de casa, Cécil no paraba de hablar y
responder al sinfín de preguntas que su padre le hacía, mientras Cecilia,
mirando por la ventanilla no paraba de sorprenderse de lo atractivo que lo
había encontrado con aquel moreno de piel.
- Pero de todo lo que has visto ¿qué es lo que
más te ha gustado?
- Pues la Alhambra, papá, pero especialmente, y
no me preguntes por qué, uno de sus cármenes que ahora no recuerdo su nombre
pero que me suena a algo así como religioso.
- ¿Te refieres al de los Mártires?
- Exacto, mamá ¿cómo lo sabes?
- ¡Ay si yo te dijera... Jajaja - y Padre e hija se quedaron estupefactos, extrañados ante aquella salida tan desconcertante pero, a la vez, contentos de que manifestara aquel rasgo de humor.
Cuando ya estaban en la habitación y la ayudaba a deshacer el
equipaje, Cecilia sintió el mayor de los alivios cuando vio que su hija había
abierto el cajón sin notar nada extraño, todo estaba en orden.
Días después y a primera hora del día, mientras amarilleaba el
horizonte de la playa de El Chorrillo, Cécil Santamarta cruzaba el Puente del
Cristo aspirando el salado soplo que le llegaba del foso sintiendo el placer en sus
pulmones por aquel aire tan limpio y tan fresco.
- Desde luego hay aromas
que parecen escapados de lo más hondo de su alma – decía para sí camino de sus
clases al pasar por el África Ceutí.
Disfrutando de esa vaharada que le había llegado del mar, Cécil se preguntaba si acaso no sería la muchacha más dichosa del mundo. Le
parecía tan inteligente, tan tierno y tan distinto su adorado que se lo hubiera
comido allí mismo. Y es que nunca imaginó que lo que desde hacía unos días
experimentaba, la pudiera transformar tanto que bastaba con que él pusiera sus
ojos en ella para que todo le pareciera diferente.
Encima las clases le iban razonablemente bien, la relación con
su padre era cada vez más madura y solamente la que tenía con su madre pasaba
por momentos más o menos oscuros pero que, con prudencia, buena voluntad y algo
de generosidad todo se podía enmendar. Además se sentía obligada, aunque sólo
fuera por haberse dejado el diario por medio y darse cuenta en el barco cuando
ya no había remedio.
Se acordaba que mirando desde la cubierta el perfil de la Mujer
Muerta hizo lo imposible por olvidar el error en seguida, y disfrutar
plácidamente de la travesía. Pero volvió a preguntarse que cuál sería la
reacción de su madre cuando lo encontrara ¿Le picaría la curiosidad?
Claro que no, de eso estaba segura, pero… ¿y si por ese afán de proteccionismo
– que para el caso sería lo mismo – se pusiera a leerlo con intensidad para
entonces ya no parar hasta llegar al final?
- No quiero ni imaginar lo que pensaría si le diera por leer lo que puse de D. Javier, y es que nunca lo debí haber escrito - se decía cuando doblaba por las Puertas del Campo. En ese momento, su madre entraba en el dormitorio y volvía a coger el diario.
“Me parece extrañamente raro que los mayores se comporten tantas
veces como si fueran adolescentes, y es que me es muy difícil entender el que,
a sus años, se haya podido enamorar, porque eso es verdaderamente lo que le
pasa ¡Mierda!”
- ¿A sus años? ¿Cómo que
a mis años? – se dijo entre la decepción y el rubor porque aquello no era una
sospecha sino una certera constatación.
Horas después y camino del Instituto, Germán Santamarta
conducía su Pontiac tranquilamente viniendo de la Hípica y experimentando ese
bienestar que se siente cuando las cosas en casa marchan de manera excelente.
Se hallaba muy contento de tener una mujer tan bonita y una hija que a medida que crecía tenía cada vez con ella una mejor sintonía.
Aunque eran amores diferentes pues el de su mujer más parecía ya el delta del
río y el de su hija las peñas de un torrente.
Cuando las farolas comenzaban a despedir la tarde encendiendo
sus luminosos faros y las pequeñas olas ronroneaban golpeando con suavidad el
Paseo de las Palmeras, bajo sus escolleras, una figura enjuta y espigada
se apoyaba en la baranda de González Tablas. Era Tomás de la Fiore que
cavilaba sobre qué derrotero tomar por
no poder soportar el haber dejado de ser su confesor. Aunque debe decirse que todo
fue por aquel torpe impulso tan impropio de una persona tan avezada y experta
como él. Y mientras esto pensaba, notó a su derecha cómo una silueta
avanzaba casi rozando la balaustrada.
- No hay duda ¡es ella! – dijo encaminándose hacia la sacristía
porque por esa puerta creía que entraría.
Pero Cecilia siguió por el Paseo para después de quedarse
mirando el mar, entrar unos minutos más tarde por la puerta principal. Le
gustaba el silencio y la paz que emanaba aquel templo cuando al llegarse a la pila,
tres dedos otra vez aparecieron, índice,
medio y anular para que ella de nuevo se pudiera santiguar.
Naturalmente era
Javier de las Casas que mostrándose esta vez sin cuidado, le dejó en la otra
mano una nota de papel doblada en cuatro.
Mientras, viniendo desde la bahía norte, la humedad asfaltaba
las aceras del Paseo subiendo silente como un pirata con el cuchillo entre los
dientes, Dentro del santuario y después de haber puesto en su mano aquella nota
de papel doblada en cuatro, Javier de las Casas la besó en el pelo en un alarde
de intrepidez, oyendo ella sonar las campanas por primera vez.
Entonces, confusa y agitada, Cecilia sintió lo que sólo ella
podía expresar al notar su cintura atrapada por aquella mano fuerte y
diferente, por aquella mano distinta y caliente que le erizó todo el cuerpo
desde los pies hasta la frente.
- ¡Ay qué sofoco, Señor! – se dijo al notarlo tan pegado a su
espalda que le faltaba el aire que respiraba.
Pero aún así pudo zafarse, y con una sensación de culpa que
hasta ahora nunca había experimentado, Cecilia Santamarta atravesó la nave con
toda precipitación para salir por la sacristía a la calle. Pero cuando ya
estaba a punto de hacerlo apareció la figura de Tomás de la Fiore que la miraba
con ese gesto de reproche cercano, examinándola de arriba abajo y extendiendo
mucho sus brazos y manos. Entonces Cecilia, por el nerviosismo de que era
presa, dejó caer al suelo la nota que guardaba entre sus dedos.
- ¿Qué es esa nota que
con tanto celo, Cecilia, llevabas en la mano?
- Eso no es de su
incumbencia – le contestó menos sorprendida por la pregunta que por haberla
llamado Cecilia, haciéndole a lo de Sra. Santamarta, una soberana higa.
- ¿Pero desde cuando a un
confesor no interesan las cosas de cualquiera de sus feligresas, hija? – le
dijo acercándose más todavía.
- Pues desde que dejó
usted de serlo. Ahora le rogaría que me dejase el camino libre.
Y cuando viendo que no se apartaba lo fue ella a esquivar,
mirándola fijamente, el Padre Tomás de la Fiore la retuvo poniéndole la mano en
el vientre con ese gesto repentino con que suele conducirse algún pájaro espino. Fue entonces cuando hubo un intercambio de miradas. La de
Cecilia, irritada, porque no hubo cosa que más le desagradase que sentir
aquella sucia mano sobre su cuerpo y la de Tomás de la Fiore, insinuante,
porque así se delataba en su cara al notar aquel vientre agitado y caliente
bajo su lasciva mano con intención tan vehemente.
- ¿No te parece que
sería conveniente que hablaras con este confesor en privado, al que por cierto
tienes tan avergonzado?
- No sólo no sería
conveniente – le dijo echándose hacia atrás para librarse de él – sino que es
la última vez que se toma usted confianzas que no le corresponden tanto en el
fondo como en la forma, y ahora… ¡Apártese de una vez! – le ordenó con sus ojos
encendidos poniéndolos casi del revés.
Se apartó el Padre de la Fiore esgrimiendo una leva sonrisa y, minutos
después, Cecilia Santamarta caminaba tan atribulada que no reparaba en que
seguía apretando la nota en su mano con tanto ahínco que se había clavado las
uñas sin apenas sentirlo. Intentó serenarse y a la luz de un escaparate por el
que pasaba desdobló la nota y la leyó…
“Necesito verte a solas, hasta he pensado que pueda ser en tu
propia casa con la mayor normalidad. Te espero en la iglesia el jueves a la
misma hora”
- ¿Pero es que este hombre se ha vuelto loco? ¡Pero qué clase de
disparate es este!
Nada más romper la nota en mil pedazos, Cecilia se dio cuenta en
seguida de que si él había perdido el juicio, tampoco ella iba muy sobrada por
haberse dejado enredar de aquella manera.
- ¿Pero qué es lo que
está pasando? – se preguntó firmemente decidida a acabar con aquella situación.
Y sopesando aquella
primera intención en su cabeza, después de un largo paseo, Cecilia entró en el
portal de su casa, subió el primer tramo de escalones y en el recoveco en que
la escalera giraba, tras una columna en penumbra, Javier de las Casas la
esperaba sereno como esperan las rosas el alba y su rocío mañanero. Entonces se
fue hacia ella y…
- ¿Pero qué haces aquí? ¿es
que te has vuelto loco?
Pero ni tiempo le dio para acabar la frase porque se le había
acercado tanto que no podía ni mirarle, porque se le había acercado tanto que
no podía ni hablarle, y porque al poner la boca sobre su oído sintió tal
escalofrío que le aleteó todo el cuello como si dentro llevara un pajarillo.
Entonces, mientras oía las notas del piano que su hija pulsaba bajando hasta
ellos por entre la excitante oscuridad, Javier la besó en los labios. Con la
garganta entrecortada por la emoción y sin ella saber qué hacer, Cecilia oyó
las campanas por segunda vez.
Cuando algunos minutos después abrió la puerta de la casa, nada
más entrar y por esa forma de comportarse, por un momento pensó si no sería
ella la hija y Cécil su madre. Se arregló un poco el vestido que tampoco fue la
cosa para tanto, y entró saludando como
quien saluda a un santo. Tras un buen rato y acaso por desengrasar emociones,
una vez que se hubo cambiado entró en la habitación de su hija que terminaba de
tocar.
- ¿Qué tal las clases,
hija, algo de particular?
- Nada, madre, van
bastante bien, menos la Historia que la llevo inmejorable pues ya sabes que D.
Javier la explica como los ángelessssss – dijo con su poquito de retintín.
- ¿Sobre qué fue hoy la
lección?
- Pues fue sobre la
figura de Godoy pero… - entonces se levantó para atender el teléfono que sonaba
- ¿Sí…? ¿quién es?- y poniendo cara de extrañeza hizo un gesto con los hombros
– Ha colgado, pero era un hombre.
- ¿Y qué ha dicho?
- No ha dicho nada.
- ¿Entonces cómo sabes
que era un hombre?
- Porque ha carraspeado.
- A veces me pones
nerviosa, hija.
- ¿Yo? Pero si sólo dije
que había carraspeado…
- Ya, o sea que alguien llama solamente para carraspear.
- A veces, mamá, estas cosas son simplemente una señal, una
velada confidencia, quien sabe….
- Desde luego, hija mía, qué facilidad tienes para sacarme de
mis casillas – y diciendo esto, desapareció.
Por la noche, ya casi de madrugada, Cecilia observaba a través
de la ventana ese trozo de cielo que siempre miraba cuando no conciliaba el
sueño.
Se iba la tarde del día siguiente cuando Cecilia Santamarta tomó
la dirección del Santuario para encontrarse con Javier mientras, como todas las
tardes, se oía el Santo Rosario. Tomás de la Fiore en el confesionario del
fondo, leía su breviario a la luz de la lamparilla que en seguida apagó en
cuanto la vio entrar muy despacio por la puerta principal. Cecilia se fue hacia
la pila del agua bendita desapareciendo tras una columna por unos instantes,
mientras de la Fiore estiraba su cuello como un cochero erguido en su pescante.
Palabras amaestradas en su tímpano de cristal que sonaban
emocionadas en los vericuetos de su alma, palabras que antes nadie le dijo y
que despertaban sus sentidos tanto tiempo dormidos. De pronto unos movimientos
en la penumbra y de la Fiore que oye los tacones de Cecilia dando un sonoro
traspiés y saliendo por la puerta
seguida por Javier, y el cura toscano que nada puede ver. Volvió a
encender la lamparilla el Padre Tomás, pero para entonces ya había puesto
Javier su coche en dirección al Tarajal.
- Hola, Papá.
- Hola, hijita ¿cómo tú
por aquí?
- Pues que he venido a
buscarte ya sabes que tú eres mi papá favorito.
- Pues que bien, aunque
en eso estamos empatados porque tú también eres la más favorita de mis hijas.
Anda, ven acá y dame un beso.
Salieron y se fueron caminando juntos por La Marina. Entonces Cécil le quiso contar a su padre algunas de sus cosas pero no se atrevió, cosas
que naturalmente todas tenían que ver con el muchacho del que se había
enamorado. También le hubiera gustado decirle que se llamaba Mario pero tampoco
se atrevió, que era muy inteligente, y que ella se quedaba en suspenso cuando
la miraba aunque él no lo notara, que disfrutaba cuando le hablaba con ese
sentido del humor que la desarmaba, y que era muy guapo pero todavía más tierno
y que… y que aunque habían salido ya varias veces, él nunca habría sospechado
que ella decidiera plasmar esos sentimientos tan gratos, escribiéndolos en un
pequeño diario.
- ¿En que piensas?
- Pues en que, alguna
vez, me gustaría contarte todas mis cosas.
- Pues venga… adelante ¿o
es que no te atreves?
- ¿Qué no me atrevo? Pues
claro que sí, Papá, lo que pasa es que ahora todavía hay poca cosa que contar.
- Ya…
Había comenzado a llover y, muy lejos de allí, a través de los cristales veteados por la lluvia, en el coche francés aquel, Cecilia oyó sonar las campanas por tercera vez, por tercera vez...
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