domingo, 15 de septiembre de 2019

LA BARCA VARADA EN LA ARENA

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En uno de los veladores del Café de Zhivago y bajo la tenue luz de su lamparita, el ilusionado escritor, que nunca quiso entregar sus trabajos a su fallecido editor, escribía sobre un folio en blanco.



De vez en cuando, miraba por la ventana hacia la alameda que se cimbreaba como si toda ella estuviese bailando un vals, y regresaba otra vez a lo que andaba escribiendo. Al rato…

- Bueno, pues más o menos esta es la idea, ahora sólo queda darle forma – se dijo mientras sacaba un lápiz rojo y volvía a los álamos que, efectivamente, le daban su visto bueno.

Siguió escribiendo unos minutos más y, tras apurar el café de la taza de un solo golpe, el escritor comenzó a leer lo escrito pero esta vez de corrido. Y así fue cómo le quedó.

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Una tarde de finales de septiembre cuando la mar, por querer estar muy guapa, se pintaba los labios de oscuridad y de plata, iba yo hacia la playa cruzando por el embarcadero.
- Toc... toc... toc… – resonaban mis pasos en las entrañas de la madera.

Rodeé aquel Bar del Acantilado con su marquesina de siempre y su penetrante aroma a café y en seguida tomé por la veredita que bajaba. En esa época de principios del otoño, siempre me atrajo mucho la soledad que respiraba la playa. Paseando junto a su orilla y mirando las pequeñas olas que rompían con su pausado blad... chassss, blad... chassss, me daba cuenta al momento de que todo aquello seguía teniendo las hechuras de un paraíso, aunque no acababa de serlo, y eso ya sabes por qué.

Continué paseando hasta llegar casi a las rocas y allí seguía varada, sobre la misma arena, pero de forma diferente, ya no estaba desvencijada por los muchos años que llevaba de trote, sino que la habían pintado de blanco y lucía una cara nueva pero guardando, eso sí y con su habitual discreción, los secretos que de nosotros sabía cuando, algunas noches de mayo y recostándonos sobre ella, nos miramos y nos quisimos tanto.


Entonces quise hacer lo que entonces hacíamos. Me senté sobre la arena y, apoyando mi espalda sobre ella, me quedé mirando aquel cielo gris porque la luna, arreglándose con su habitual coquetería, no acababa de salir ¡Qué serena tranquilidad y qué agradable brisa la que soplaba! Tanta que cuando hasta el silencio de la playa intentó decir algo, el blad... chassss... de las olitas, cruzando su dedo de espuma sobre sus labios, le dijo que no se podía hablar.

Y me vino entonces esa imagen tuya, la de los días del final del verano, junto a las rocas, que se fue con tus ojos negros tras la frescura salada de tu boca. Cómo recuerdo aquellos instantes pero, sobre todo, la tibieza de tus piernas morenas bajo tu falda abierta vaquera, con las estrellas brillando trémulas, sobre la arena.


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