viernes, 23 de octubre de 2015



EL BESO BAJO LA ACACIA

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Esa tarde, la ciudad se desperezaba estirando sus calles y plazas con el mismo placer con que se estiran las adolescentes en sus camas, plenas de felicidad y de calma.

Encaramada hasta la cota más alta de su Monte Hacho por un lado y desde la Posición A por el otro, la ciudad miraba vigilante hacia El Estrecho por si le veía venir. Y aunque oficialmente faltaban dos o tres días, se presentía que estaba al caer.

A lo lejos, un debilitado y apagado sonido anunciaba la aparición de la primera tormenta ¿Se habrá adelantado? Y es que cada vez se acrecentaba más su presencia por el bramido de aquellos truenos mientras la atmósfera, en la ciudad, se perfumaba como si fuera la hija del viento y el mar.



Sí, sin duda que era él, era… ¡El otoño! Esa estación de hojas, sentimientos, y palabras rotas de poetas que se presenta de repente llamando a las puertas sin pedir permiso ni falta que hace. Segundos después y como si alguien las hubiera colgado del cielo, unas nubes negras pendían temblorosas y amenazantes sobre el centro de la ciudad, porfiando insistentes contra la fuerza del levante o la brisa del poniente. 

En una de ellas, inflada como un globo a punto de explotar, dos gotas de agua conversaban con la tranquilidad que da la ignorancia.

- ¿Sabes que estoy muy pero que muy nerviosa? Es que es mi primer salto ¿sabes? – le decía a su compañera pues ninguna de las dos se acordaba de que ya habían saltado antes.
- Pues el mío también es el primero – le dijo la otra que entre inocentes andaba el juego.

Y de pronto, abriéndose aquella negra y voluminosa nube como si alguien la hubiera rajado con un cuchillo cebollero, millones de gotas reventaron en un orgasmo placentero, lloviendo a cántaros sobre la ciudad y el puerto entero.

Cada una de las gotas se fue hacia donde el capricho del viento quiso llevarlas pero, casualidades de la vida, las “nuestras”, las que conversaban con tan ingenua inocencia, fueron a posarse juntas sobre la copa de una de las acacias de la Plaza Ruiz, exactamente sobre la que estaba más cercana a las escaleras que bajaban hacia Los Agustinos.

Caía un fuerte chaparrón sobre la plaza mientras el desguarnecido tronco de la acacia, donde en una de sus hojas pendían las gotas, se estremecía de frío dando continuos espasmos.

Más arriba en la calle Real, una muchacha y un muchacho salían de los soportales de La Esmeralda, desafiando a la lluvia con un pequeño paraguas. Caminaban muy juntos y abrazados más que nada para no mojarse.




De pronto se pararon y ella le dijo:

- ¿Sabes? Me siento muy bien. Y es que hacía tanto tiempo que así no me abrazabas - le dijo Sara.
- Pues... desde la última vez que llovió ¿no?
- Va, Carlos, que te estoy hablando en serio.
- Eso ya sabes la razón, Sara, que me da apuro, por mi timidez, y además que nos pueden ver.
- Carlos... por favor, de verdad.
- Bueno, pues porque está lloviendo y no quiero que te mojes, no te me vayas a encoger más.
- ¡Pero qué puñetero eres!

Giraron hacia la Plaza Ruiz donde el busto del teniente de ciegas pupilas blancas, si hubiera podido hablar, les hubiese pedido una manta.

Continuaron bajando escalones y, cuando llegaron al piso de abajo, se había desatado ya el diluvio, tanto que fueron a cobijarse bajo la acacia ésa que estaba más cerca de Los Agustinos. Sara apretó su cuerpo contra el de Carlos como si quisiera hundirse en él y robarle todo su calor. Gesto que fue suficiente para que la acacia se enredara en ese soplo que le llegó caliente, agradeciendo la ternura de aquel abrazo imponente.

Fue entonces cuando, inconscientemente, la acacia movió sus hojas y el par de gotas perdió el equilibrio y fueron a caer entre los labios de Carlos y Sara, que a pesar de lo mucho que llovía, vamos, como para salir de allí en piragua, hacía ya segundos que habían dejado el paraguas, besándose como en un final de pelis antiguas.






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