sábado, 10 de octubre de 2015



LA BARCA

En uno de los veladores del Café de Zhivago y bajo la tenue luz de su lamparilla, el ilusionado escritor que sigue sin querer entregar su manuscrito a su fallecido editor, escribía unas notas sobre un folio en blanco.

De vez en cuando, miraba por el ventanal hacia la arboleda que se cimbreaba como si toda ella estuviese bailando un vals, y regresaba sus ojos a lo que andaba escribiendo. Pasada casi la hora y una vez que acabó de darle forma, comenzó a leer para él lo que había escrito.

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Una tarde de finales de septiembre cuando la mar, por querer estar muy guapa, se pintaba los labios de oscuridad y de plata, marchaba yo hacia la playa cruzando por el embarcadero.

- Toc... toc... toc… – resonaban mis pasos en las entrañas de la madera.

Rodeé aquel Bar del Acantilado con su marquesina de siempre y su penetrante aroma a café y en seguida tomé por la veredita que bajaba. En esa época, la de principios del otoño, siempre me atrajo mucho la soledad que respiraba la playa. Paseando junto a su orilla y mirando las pequeñas olas que rompían con su pausado blad... chassss, blad... chassss, me daba cuenta al momento de que todo aquello seguía teniendo las hechuras de un paraíso, aunque no acababa de serlo, y tú sabes por qué.

Continué paseando por la orilla hasta llegar cerca de las rocas y allí seguía varada, sobre la misma arena, aunque de forma diferente, pues ya no estaba desvencijada por los muchos años que llevaba de trote sino que la habían pintado de blanco



guardando, con su habitual discreción, los secretos que de nosotros sabía cuando, algunas noches de mayo y recostándonos sobre ella, nos miramos y nos quisimos tanto. Entonces me senté sobre la arena y apoyándome en ella me quedé mirando aquel cielo gris porque la luna, arreglándose con su habitual coquetería, no acababa de salir. 

¡Qué serena tranquilidad y qué agradable brisa la que soplaba! Tanta que cuando hasta el silencio de la playa intentó decir algo, el blad... chassss, blad... chassss de las pequeñas olas, cruzando su dedo de espuma sobre sus labios, no le dejó ni hablar.

Y me vino entonces esa imagen tuya, la de los días de aquel verano junto a las rocas que se fue con tus ojos negros y la salada frescura de tu boca. Cómo recuerdo aquellos atardeceres pero, sobre todo, la tibieza de tus piernas morenas bajo tu falda abierta vaquera y las estrellas brillando trémulas... sobre la arena.




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