domingo, 11 de octubre de 2015



HISTORIAS DE MI FLASHBACK


Esta es la historia, contada en dos versiones, de un bonito encuentro que hubo entre sus dos protagonistas: Clara y Carlos. De esto hace ya algunos años. Todo sucedió en la estación de trenes de un bello pueblo de la provincia de Tarragona. San Carles de la Rápita.


MI COLECCIÓN DE MARIPOSAS


El martes anterior yo había llamado a Clara proponiéndole que tomara un tren que pasaba por San Carles. Me dijo que me contestaría al día siguiente y yo le dije que la esperaría en la estación. Al día siguiente, miércoles, me volvió a llamar para decirme que su tren llegaría a San Carles sobre las ocho y cuarto de la tarde.

Quizás parecía extraño que no me hubiese preguntado por qué fue San Carles el pueblo elegido. Pero a mí no sólo no me extrañó, sino que me agradó, acaso porque cada vez me gusta menos que me hagan tanta pregunta, y por eso prefiero que me miren con complicidad, como si ya les hubiese contestado a algo que nunca me preguntaron.

Ese fugaz pensamiento acudió a mi mente cuando me estiraba de gozo nada más llegar a la estación y sentarme en su acogedora cantina, junto al ventanal, esperando que llegase su tren. Como aún tenía tiempo de sobra, mientras bebía mi café, me entretuve en mirar a mi alrededor.

Acabé mi café y salí al andén. Llovía no muy fuerte pero sí que se oía con claridad el golpeteo del chaparrón sobre la techumbre. Nunca entendí a la gente que no le gusta la lluvia como tampoco comprenderé a esa otra que no entiende que a mí me guste tanto… esa romántica lluvia de septiembre, sobre todo ahora que la veía caer despacio, raspando inclinada las pequeñas casetas de la estación.

De vez en cuando unas ráfagas del aire que soplaba viniendo de una arboleda, hacía penetrar algunas gotas bajo el porche. Me senté en uno de los bancos adonde no llegaba el pequeño chaparrón y, echando la cabeza hacia atrás, cerré los ojos tratando de imaginarme a Clara en su asiento.

¿Se habría acabado ya la revista y estaría haciendo un crucigrama? ¿o íría dormida? No, no creo que viniese dormida, qué falta de… no sé ¿no? ¿o quizás estaría con la cara muy cerca de la ventanilla observando los campos mojados y pensando, cada vez más ilusionada, en nuestro inminente encuentro?

- ¡Ojalá! – pensé cínicamente porque estaba seguro de que así sería.

Clara era natural de Mevuelves un bello pueblo de la provincia de Loco, que no tenía alcalde ni cura, pero sí un maestro libertino, un boticario permisivo y un entrañable y respetado tonto. Clara era morena y sus ojos, cuando se mostraban vergonzosos ¡me agradaba tanto mirarlos!

Yo la había conocido en Madrid y después de unas noches en que salimos a cenar, me acompañó a mi casa para que yo le enseñara, ya de una vez, esa colección de mariposas de la que tanto le había hablado.

Aún recuerdo con agrado la cara de estupor que puso, cuando le dije que por un imperdonable descuido, me había dejado la ventana abierta y se me habían volado todas. Entonces ella me dijo…

- Pues entonces habrá que tomarse una copa.

Y en ese recuerdo estaba cuando, de pronto, al oír el lejano pitido del tren, me sentí el ser más feliz del mundo. Fíjate, algo tan simple, un sencillo encuentro pero, claro, es que venía cargado de tanta ilusión, que el calificar aquella cita de sencilla hubiera sido pura hipocresía.


Me puse en pie en cuanto vi la luz del solitario ojo amarillo de aquel polifemo que avanzaba veloz tirando de los vagones ya iluminados, Oí otro pitido pero ya junto con el sonido del propio tren que cada vez se hacía mayor a medida que los segundos pasaban y, de pronto, irrumpió en la estación majestuoso, con ese característico bufido del que viene cansado de tanto traqueteo y corre-corre.

Clara y yo nos conocíamos desde hacía poco tiempo, pero con aquella larga decena de días que anduvimos juntos y con aquel tiempo de separación que me sirvió para conocerla aún más, nunca entendí cómo esa circunstancia pudo lograr más que nuestras primeras citas, sin embargo me sentía como si hubiéramos estado media vida juntos. Y es que a veces la ilusión tira de uno con una fuerza tal que no atiende a la lógica de las razones. Ni falta que hace.

Aquel largo tren se fue parando poquito a poco hasta que después de un crujido que se transmitió desde la máquina hasta al último de los vagones, exhaló su último suspiro y se detuvo. Entonces, comencé a andar deprisa de ventanilla en ventanilla buscándola porque, no sé por qué, quería verla antes de que me viese ella a mí.

Pero, sin darme yo cuenta, ya hacía unos cuantos segundos que ella me miraba sonriente a través de una de las ventanillas. Me acerqué, puse mi mano abierta sobre el cristal y ella hizo lo mismo por el otro lado. Nos quedamos mirándonos unos instantes y entonces se fue hacia la puerta.

Cuando bajó y la tuve frente a mí, me quedé mirándola y no quise ni besarla, pero no porque no me apeteciera, que me apetecía mucho, sino porque en ese instante lo que más deseaba era mirarla de cerca y después abrazarla fuerte… fuerte hasta estrujarla. Y eso fue lo que hice, permaneciendo mi alma abrazada a la suya un poco más tiempo de lo que duró el abrazo.

Y así abandonamos la estación, camino de aquel lugar donde, con toda la ternura de que yo era capaz, iba a enseñarle a Clara ¡por fin! mi fabulosa colección de mariposas porque esta vez... sí que habían vuelto todas... todas.



VERSIÓN DE CLARA. CON SU BLANCA PALIDEZ


En esta versión va incluida una canción que no viene mal escucharla mientras se va leyendo el texto. Dice así...

Sin esta bellísima canción, la pequeña historia de Carlos y yo, no habría tenido lugar. Fue en la primavera cuando me invitaron a una fiesta que se daba en las afueras de Madrid. Seríamos veintitantas personas y aunque muchos de ellos se conocían, a otros se nos veía la cara de como si no supiéramos tener muy claro si íbamos de parte del novio o de la novia.

Ahí andaban las cosas cuando, de pronto, sonó la canción



yo me puse a mirar hacia abajo como si quisiera concentrarme en tan bonita melodía, y entonces vi cómo, en un rincón, un zapato daba lentos golpes sobre el terrazo acompasando el ritmo de la batería. Levanté un poco la cabeza y fue cuando lo vi por primera vez. 

No me gustó demasiado, parecía un tanto antipático y un poco serio aunque sí, sí… de serio no tenía nada porque, después de tomarse un pausado trago, se me acercó y me dijo, mientras masticaba una guinda que había cogido con los dedos de su copa, que llevaba algún rato observándome

-     ¿Y qué es lo que has visto…? – le pregunté.
-     Ante todo, una blanca palidez, una blanca palidez escondida en esos ojos negros que tienes, pero una palidez mucho más bonita que la de la canción, donde va a parar – me dijo.

Entonces me miró de una forma como si me estuviera pidiendo permiso para enamorarse. Yo le miré más detenidamente y aunque pude detectar buena parte de su guasa, la verdad es que el muy puñetero consiguió tocarme muy dentro, y aún no me lo explico, yo creo que fue la música.

Bueno, pues hay que ver lo cómoda que me sentí durante toda la noche. Hablamos y hablamos sin parar, apenas si bailamos, pero en una clarita que se hizo, se fue a por el vinilo y, poniéndolo en el plato, me preguntó si me apetecía bailar. Yo le dije, también con algo de guasa, que más que a mi vida, y entonces, al tomarme él de la cintura, pude comprobar que ni una sola vez llegué a poner los pies en el suelo.

Pasaron unos meses en los que volvimos a salir unas cuantas veces, por cierto… qué raro se me hizo la perra que le entró con su colección de mariposas que tampoco le pegaba mucho, la verdad, y no me preguntes por qué. Luego estuvimos un tiempo sin vernos, ya sabes, obligaciones, algún que otro compás de espera… Hasta que un día me hizo esa llamada para que nos viéramos en San Carles.

Llegado el día, me dirigí a la estación y hay que ver con la ilusión con que yo caminaba entrando en los andenes, oyendo los pitidos de los trenes que se disponían a marchar y otros que llegaban. Me senté en el lugar que me correspondía y me puse a mirar por la ventanilla, preguntándome si habría alguien en aquel tren que pudiera encontrarse tan feliz como en ese momento me encontraba yo.

Cuando el tren echó a andar, me puse a observar las gotas de lluvia que se abrían sobre el cristal de la ventanilla, intentando imaginarme lo que estaría haciendo él ahora. 

Carlos era natural de Puesanda, un bello pueblo de la provincia de Quetuami. Pero... ¿estaría aún en casa o habría salido ya para la estación de pura impaciencia? ¿Le apetecerá tanto como me apetece a mí este repentino encuentro? Fue el momento en que nos dijeron que ya estábamos llegando a San Carles.

Cuando noté que el tren disminuía su marcha y entraba en la estación, me faltaron ojos para ver donde estaba. ¡Allí, allí, míralo! Pero no te vayas para allá que estoy aquí, puñetero, que estoy aquí… Y entonces me vio, se acercó a la ventanilla me mostró su mano abierta y porque estaba el cristal si no, allí mismo me lo hubiera comido. Salí rápida y cuando vi cómo me miraba y el abrazo que me dio, de nuevo mis pies como el día que bailamos "Con su blanca palidez" volvieron a no tocar el suelo.

Salimos de la estación el uno al lado del otro y al agarrarme con su mano grande por la nuca, allí mismo fue donde sentí mi primer escalofrío porque, como sus mariposas, también mis escalofríos habían vuelto todos… todos.


TELÓN




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